martes, 16 de noviembre de 2010

Benjamin Lacombe (Nostalgico... miradas perdidas sin mirar, rebozantes de inquietud)

Ilustración de BENJAMIN LACOMBE.les-amants-papillons-benjamin-lacombebenjaminlacombe2.jpg



*Benjamin Lacombe a todos enamora con sus mariposas*
Una leyenda oriental sobre la lucha contra el destino de unos jóvenes enarmorados.
picture_11.png Benjamin Lacombe picture by katakana33

Ilustración de BENJAMIN LACOMBE.
Ilustración de BENJAMIN LACOMBE.


lunes, 8 de noviembre de 2010

Zdzislaw Beksinski ( peculiar mostruosidad sutil)


Zdzislaw Beksinski (24 Febrero 1929 - 21 Febrero 2005) fue un reconocido pintor y fotógrafo Polaco.

Nació en el pueblo de Sanok, en Polonia. Después de estudiar arquitectura en Cracovia, regresó a Sanok en 1955. Al terminar su educación, pasó varios años como supervisor de sitios de construcción, trabajo que odiaba. Fue en esa temporada en la que se interesó por la fotografía artística y fotomontajes, escultura y pintura. Su fotografía manejaba varios temas que después aparecerían en sus pinturas, presentando caras llenas de arrugas, paisajes y objetos con texturas resaltadas, que él buscaba enfatizar al manipular luz y sombras.

Luego, se concentró en la pintura. Sus primeras pinturas fueron arte abstracto, pero a través de los 60's hizo sus inspiraciones surrealistas más visibles. En los 70's, inició lo que él llamó su "Periódo fantástico", que duró hasta finales de los 80's. Es cuando genera su trabajo más conocido, ambientes post-apocalipticos surrealistas, con escenas detalladas de muerte, decaídas, llenas de esqueletos, figuras deformes y desiertos. Estas pinturas eran muy detalladas, pintadas con precisión

Sus dibujos altamente detallados eran de tamaño grande, y podrían recordar al trabajo de Ernst Fuchs en el casi obsesivo detalle que buscaban.
A pesar de los macabros tonos de sus pinturas, él mencionaba que estas pinturas eran incomprendidas. En su opinión, eran muy optimistas, hasta humorosas.

Sus exhibiciones siempre fueron muy exitosas. En 1964, tuvo su primer exhibición exitosa, en la cual se vendieron todas sus pinturas. Gracias a Piotr Dmochowski, ganó gran popularidad en Francia en la década de los 80's, asi como en los USA y Japón.

Beksinski eventualmente se lanzó a pintar con pasión, y trabajaba constantemente, siempre pintando mientras escuchaba música clasica. Pronto, se convirtió en la figura principal del arte Polaco.

Antes de moverse a Varsovia en 1977, quemó en su jardin una selección de sus trabajos, sin dejar ninguna documentación sobre ellos. Explicó que eran "demasiado personales", y que no quería que otros los vieran.

Su arte en los 90's consistía principalmente de una serie de cuadros surrealistas de personas, y una serie de cruces. Las pinturas en estas series eran menos detalladas que su "periodo fantástico", pero igual de poderosas. A finales de los 90's, descubrió las computadoras, Internet, y la fotografía digital, un medio en el que se concentró hasta su muerte.



http://www.beksinski.pl/






sábado, 6 de noviembre de 2010

Grzegorz Kmin, “Aspius”. (tetricas efigies del delirio)

Grzegorz Kmin, más conocido en la orbe de los ilustradores como Aspius. Un ilustrador macabro como pocos que integra en sus creaciones sus conocimientos de biología con la tecnología digital creando verdaderos mundos tan solo existentes en las peores pesadillas.


Nacido en Polonia en 1972, Kmin es en realidad neurofisólogo, aunque según parece no era esa su intención ya que su carrera en bellas artes no acabó demasiado bien y terminó por estudiar biología. Pese a ello, nunca dejó de realizar sus bocetos e ilustraciones, que como se puede apreciar en algunas, le valían para poner en práctica lo aprendido en la clase de disección, con el tiempo llegó la era digital y Kmin encontró en ella un nuevo modo de desarrollo creativo.

Acaba por convertirse en diseñador gráfico, realizando también trabajos como fotógrafo de estudio. Desde la fecha se dedica a ello como freelance.

Las opiniones sobre su trabajo pueden ser de lo más variadas, pero no hay duda que, como en muchos de los ilustradores que os hemos mostrado hasta ahora en el blog, cumple los requisitos suficientes como para no dejar indiferente a nadie. Su delirio macabro y detallista no tiene desperdicio, en su web encontrareis una amplia galería y también su trabajo como diseñador gráfico publicitario, totalmente diferente a su trabajo libre.










Pieter Brueghel el viejo ( sustracciòn axial del detalle )

Pieter Brueghel o Brueghel el Viejo es uno pintores flamencos más importante del siglo XVI.

Reflejó fielmente la vida del pueblo flamenco y fue uno de los más grandes artistas de su época. En él, el gusto por la anécdota se da paralelamente a una amplitud compositiva y a un sentido estricto del ritmo y de la síntesis que subordina el detalle a la visión de conjunto.

Desde que contempló en los Alpes, con ocasión de su viaje a Italia, la naturaleza cobró en su obra un papel importante y a menudo se convierte en motivo principal, tratado de modo heroico. Brueghel representó los trabajos, los juegos y las luchas de los hombres, en contraste con la inalterable y suprema indiferencia de la naturaleza. Con esta visión panorámica del mundo, Brueghel ilustró un aspecto esencial del pensamiento humanista.

Inició su aprendizaje en el taller de Pieter Coecke, con cuya hija se casó años más tarde. Después de visitar Italia (1552-1553), realizó en Amberes algunos dibujos para el grabador J.Cock. Sus pinturas están fechadas y firmadas entre los años 1558 y 1568.

Las primeras obras de Brueghel recuerdan las fantásticas visiones del Bosco. La caída de los ángeles rebeldes en Bruselas es un claro ejemplo de ello. Otras se inspiran el folklore y en los proverbios flamencos, así como en la vida campesina de su país. La serie de meses o estaciones (Los cazadores en la nieve, Viena; La siega del heno, Nueva York; La cosecha, Praga) muestran su genio de paisajista, que sabe conjugar la observación del detalle con la grandiosidad de los panoramas. Este mismo genio, poseído de un profundo sentimiento de lo trágico, se expresa en La parábola de los ciegos (Nápoles) y en Los mendigos (Louvre).

Hizo de las escenas populares uno de los temas principales de su pintura, como en El banquete de bodas, o La Kermesse, en las que el apetito proverbial de los flamencos le sirve de pretexto para desplegar todos sus esplendores coloristas: los sombreros rojos de los gañanes, las blancas cofias de las comadres, los grandes remiendos de los vestidos de criados y músicos, etc.

Sus relatos evangélicos transcurren en bellos paisajes de Brabante: El empadronamiento de Belén (Bruselas); Cristo con la cruz a cuestas; La matanza de los inocentes. Aunque su arte es fundamentalmente de inspiración popular y de carácter a veces humorístico, Brueghel fue en Flandes uno de los adelantados del Renacimiento italiano. Pero a la concepción del hombre formulada por el idealismo italiano opone la del hombre de carne y hueso, parte integrante del universo a menudo hostil o indiferente, como plasma en La tempestad en Viena o El misántropo en Nápoles. Se conservan unas 40 pinturas suyas. La mejor representación de su arte se encuentra en el Kunsthistorisches Museum de Viena.








LINK DE ANALISIS LA PARABOLA DEL CIEGO: http://www.youtube.com/watch?v=Z0B7ftbnhrQ


miércoles, 3 de noviembre de 2010

Marco Ospina

A Marco Ospina no se le puede considerar de otra manera que no sea como representante de todo aquello que es artísticamente respetable. Además de que debe ser reconocido como el verdadero introductor hacia el año de 1940 ó 41, del arte abstracto en Colombia y su mayor propulsor por medio de la palabra escrita o hablada.
Esta labor de evangelista, su devoción total y de entrega absoluta a la pintura, su sencillez y calidad humana, su labor docente y su trabajo como teórico y crítico de arte, hace un grato deber el tratar de sacarlo de debajo de los escombros que le han echado encima las falsas vanguardias para traerlo de nuevo a la luz pública. Empezaré por decir que la obra de Marco es una obra que tiene la discreción de ser la obra de un maestro, sin parecerlo. Su virtud mayor está
hecha de virtudes pequeñas: delicadeza, transparencia y limpieza de las formas, casi pudor de la mirada, sabor y gusto del detalle. Pero encanta sobre todo, por un sentido muy intenso del color, una sensibilidad especial para el color, enormemente lírica, por la cual nos conduce casi sin que lo advirtamos al mismo sentimiento y melancolía de nuestros paisajes caracterizados por un toque de languidez criolla.
Si a Marco no se le ha hecho la justicia que se le debe como pintor y no se le conoce como el innovador que es, esto se debe sin duda, a que su sentido de la forma es interior, y no dramático.

Mario Rivero
Tomado de la Revista Diners

Pintor y muralista nacido en Bogotá, el 5 de septiembre de 1912, muerto en 1983. Históricamente Marco Ospina Restrepo fue el primer abstraccionista colombiano. Estudió en el Colegio de la Salle y luego en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, entre 1927 y 1934. Desde 1937 y hasta 1944 fue profesor de dibujo, historia del arte y técnicas de pintura en diversos colegios de Bogotá. En 1940 participó en el Primer Salón de Artistas Colombianos, con el temple Estalagmitas de Yomasa, primera muestra de su trabajo. A partir de 1944 y hasta 1973 fue profesor de tiempo completo de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional. En 1944 escribió el ensayo de interpretación estética Pintura y realidad. En 1948 formó parte del Salón de los 26, que congregó a los artistas colombianos más importantes del momento. Dos años más tarde ejecutó un mural para el Banco de Bogotá, en Cali. De 1952 a 1959 trabajó como profesor de la Universidad de América. En 1953 participó en la exposición "Pintura abstracta" en la Galería Buchholz de Bogotá, y obtuvo el primer premio de la Asociación de Escritores y Artistas de Colombia por sus óleos. A1 año siguiente decoró la iglesia de Fátima, en Bogotá, obra del arquitecto boyacense Juvenal Moya, con murales, mosaicos y vitrales. De 1956 a 1958 fue profesor de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.

Marco Ospina – Subachoque
1970 – Óleo sobre lienzo
72 x 100 cm 

. EVOLUCIÓN DE LAS ARTES PLÁSTICAS

Después de la Segunda Guerra Mundial, apareció en Colombia un movimiento
heterogéneo y de gran capacidad creativa, cuyos integrantes, cada uno por su
lado, buscaron y encontraron una forma de expresión muy personal. Fue
esta etapa la verdadera irrupción de la plástica colombiana a todas las fuentes
de las que se alimentaba el arte de occidente. El mayor flujo de ideas
transmitidas por los nuevos medios de comunicación, aceleraron los contactos
físicos y espirituales del mundo contemporáneo y el arte fue quizás el ámbito
más sensible a los intercambios.
A partir de 1940, en los salones nacionales de pintura comenzaron a aparecer
figuras como Enrique Grau, Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar y
Jorge Elías Triana, quienes en pocos años mostraron una rápida evolución para
llegar a un estilo característico. El escritor Alvaro observa que en esta etapa
"la plástica perdió su particularidad de expresarse en tendencias homogéneas,
es decir, de generaciones que tendían a coincidir en puntos conceptuales
básicos, para convertirse en una plástica pluralista".

Alejandro Obregón fue calificado por algún periodista como "el primer pintor
de talento con que cuenta Colombia en este siglo". Sus primeras obras se
pueden interpretar como una reacción contra el grupo de "Los Nuevos" o de los
Bachúes y desde un principio siguió una pauta de expresionismo barroco. Sobre
él señala Rubiano que "ha sido considerado desde hace varios años, uno de
los artistas más característicos del continente, un creador que ha explorado
constantemente el paisaje latinoamericano y que ha sabido reflejar "lo real
maravilloso" de nuestro medio"

Con su estilo muy personal pero fundamentado en un profundo conocimiento
del diseño, de los principios del equilibrio, de los dramáticos contrastes de
color, forma y espacio, ha elaborado una obra en series temáticas de toros,
cóndores, mojarras, barracudas, aves cayendo al mar y flores carnívoras.
Pero aparte de la temática del contorno ha buscado su inspiración en el terrible
mundo de la violencia política de Colombia. En 1961 trabajó en la serie
Genocidio, en la que brotan figuras inspiradas en el Guernica picassiano y culminó
en uno de los cuadros de mayor belleza de la pintura colombiana de este siglo,
"Violencia", que trata la figura de una mujer embarazada, ya muerta, cuyo
perfil se confunde con la línea del horizonte en un paisaje alucinante.

Enrique Grau, excelente dibujante de la figura humana, su pintura tiene
reminiscencias del arte renacentista. Observa Rubiano que "en un cuadro de Grau,
el gran protagonista es el hombre. Todo el espacio y todas las cosas que lo
acompañan no hacen más que realizarlo y entronizarlo como un gran personaje
de un pequeño teatro de broma y diversión.

La pintura de Jorge Elías Triana ha mantenido una fuerza expresionista inspirado
por el mexicano José Clemente Orozco, pero su tratamiento de los planos
en descomposiciones y manejo de transparencias, recuerdan el estilo del cubismo.
Su temática se fundamenta en la crítica social, acercándose a la de "Los Nuevos"
pero ha presentado obras de magnifica calidad en paisajes y bodegones, en los
que ha mostrado su maestría en el oficio de la pintura al óleo.

La vigorosa corriente del arte abstracto que tomó fuerza en Europa desde
la Primera Guerra Mundial, afluyó a Colombia a principios de la década de los
años cincuenta cuando el santandereano Eduardo Ramírez Villamizar presentó
sus obras ejecutadas en Francia, en la dirección del abstraccionismo geométrico,
Sus óleos, organizados en grandes pianos de color puro fueron el preámbulo
de su posterior labor de escultor a la que ha dedicado toda su actividad hasta hoy.

Un poco antes de los anteriores, Marco Ospina había I buscado la solución
abstracta y presentó algunos cuadros en una exposición, y algunos críticos
señalan que cronológicamente fue el primer pintor abstracto del país. Su obra
ha sido del estilo geométrico con algunos elementos figurativos y en sus posteriores
trabajos oscila entre abstracción y figuración para optar finalmente por esta
última solución.

La manifestación del expresionismo abstracto fue adoptada en Colombia hacia los
años 60 por Guillermo Wiedeman, Juan Antonio Roda, Augusto Rivera y Armando
Villegas. La Abstracción de Wiedeman aparece luego de un largo período de
depuración y síntesis entre 1956 y 1958. El color fue el elemento básico en
esta pintura en formas de manchas puras o moduladas, con tratamientos lineales
y de raspado que facilitaron la organización espacial.

Judith Márquez lideró en Colombia el llamado abstraccionismo poético. Su estilo
se depura a la postre en trabajos en que los elementos plásticos se convirtieron en
medios de comunicación poética, en una estructura equilibrada y armónica.

Hacia los años setenta una nueva oleada de artistas no figurativos emergieron
con una nueva manera de expresión: Manuel Hernández, Omar Rayo, Carlos
Rojas, Fanny Sanin, Antonio Grass, David Manzur y Armando Villegas.

Hernández trabaja con las formas de óvalos y rectángulos, ubicadas a través de su
evolución, cada vez más libremente, en medio de un color refinado y lleno de
matices. Anota Germán Rubiano sobre este pintor en sus fases más recientes que
"las obras se hicieron más etéreas, con espacios ambiguos e insondables
y con una clara alusión atmosférica".

Omar Rayo tiene una vasta obra, en la que se hace una mezcla de formas
abstractas y de formas inspiradas en objetos comunes, es decir un juego de
efectos ópticos y reales. Son famosos sus "intaglios" que surgen de la
explotación muy hábil de los relieves blancos.

Antonio Grass tiene una abundante obra basada en el informalismo vigente
en Europa y el diseño precolombino del que es una autoridad, en los campos
del análisis, la estilización y esquematización. Ha trabajado con texturas y
grafismos que recuerdan el abstraccionismo, pero sus formas y diseño se
originan en el pre-hispánico.

Alejandro Obregón

(Barcelona, España, 1920 - Cartagena, Colombia, 1992) Pintor colombiano. Su familia se trasladó definitivamente a Barranquilla cuando el futuro pintor había cumplido dieciséis años. Con toda seguridad, el cambio de cultura, de ciudad y de ambiente impresionaron al adolescente, en especial el exuberante trópico, con su luz radiante y aire de libertad. Aprendió entonces a comer pescado con ñame, sancocho de sábalo, a fumar Pielroja (cigarrillo que fumó hasta su muerte) y a tomar ron blanco.
En 1938 se trasladó a Boston, Massachusetts, con el fin de estudiar aviación, carrera que casi concluyó, pero por problemas con un profesor fue expulsado de la escuela y regresó a Barranquilla, a trabajar en la fábrica de textiles de su padre, como supervisor de producción. Pronto comprendió que ése no era su ambiente y decidió irse, en 1939, a trabajar como conductor de camión en las recién abiertas petroleras del Catatumbo, lo que constituyó otro gran estímulo para su carrera de pintor, pues la selva y su mundo, el de los motilones, lo embelesaron.
Alejandro Obregón en 1959

Poco tiempo duró en el Catatumbo: comprendió que su destino estaba en los pinceles, la paleta, la espátula y los colores. Viajó entonces, en 1940, por segunda vez a Boston, con el fin de estudiar pintura. Luego de algunas dificultades para conseguir cupo en alguna academia, pues se le consideró "inepto", se matriculó en el sótano del Museum of Fine Arts School, donde funcionaba una escuela para niños. Duró en ella apenas un semestre y allí realizó su primera exposición. Viajó luego a España, como vicecónsul de Colombia en su Barcelona natal.
En la capital catalana se vinculó a la famosa Escuela de Artes de la Llotja, pero fue expulsado poco después por defender vehementemente el arte americano. Ingresó entonces en el Círculo Artístico y después se convirtió en autodidacta, dedicándose a perfeccionar sus conocimientos a través del estudio directo de las obras de los grandes pintores sensuales españoles: Francisco de Goya, a quien consideraba el pintor por excelencia, y Diego Velázquez. Otros de sus ídolos fueron Rembrandt, por la rebeldía contra la injusticia que emanaba de sus cuadros; Picasso, por su influencia sobre la pintura contemporánea, y las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, en especial su famoso bisonte, que inspiraría con el tiempo los lienzos de toros y cóndores de Obregón.
Permaneció en Barcelona hasta 1944 y allí realizó una exposición individual. De regreso a Colombia, se radicó en Bogotá, ciudad en la que compartió estudio con el pintor Ignacio Gómez Jaramillo, en la mansarda de la casa de Juan Friede, y se vinculó al mundo intelectual y bohemio de la capital. Además, fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, en donde pudo realizar una obra titánica, como fue la de sacar a la escuela del estancamiento académico en el que la habían dejado los pintores colombianos de principios de siglo.
Desde su época de residencia en Boston hasta 1946, estuvo en un permanente proceso de formación; su pintura es contradictoria y oscila entre cierto academicismo tradicional y un expresionismo cezanniano muy forzado. Sin embargo, comenzaba ya a mostrar su característico estilo vital y fogoso, como demuestra su lienzo Retrato de Bolívar (1944), en que pintó con colores violentos al Libertador, con una figura en rojo cubierta por una capa amarilla y negra.
El año siguiente, en una exposición retrospectiva de 62 obras suyas que se llevó a cabo en la Sala Gregorio Vásquez de la Biblioteca Nacional de Bogotá, se podía apreciar el abandono de los colores violentos, que pasó a reemplazar por tonalidades grises; sus temáticas dominantes fueron autorretratos, cabezas femeninas y paisajes.
Expresionismo mágico
El cambio definitivo en la pintura de Alejandro Obregón comenzó en 1947, cuando incorporó a su pintura lo que se ha dado en llamar "expresionismo mágico", con recuerdos del cubismo. Introdujo la temática de los peces, de las barracudas, pero también los acontecimientos de la época, pues presenció en Bogotá los sucesos del 9 de abril de 1948, vio arder la ciudad, ríos de sangre por las calles, almacenes saqueados, escombros y muertos, detalles que guardó en su mente y que le sirvieron para pintar sus Masacres, que además le permitieron expresar su tragedia interna, la que todo artista lleva dentro de sí, y que le permitió comprender que, sin renunciar a la libertad artística, podía denunciar, aunque "nunca solucionar, porque la pintura por sí sola nunca arregla nada".
Estudiante muerto(1956)
Su empeño por sacar del acartonado academicismo el arte colombiano continuó: imbuido de cierta "conciencia" social, se dedicó a la búsqueda de un lenguaje propio. En 1948-1949 fue director de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, oportunidad que aprovechó para cambiar a los vetustos profesores y crear un centro abierto en el que se pintaba todo el tiempo.
En mayo de 1949 viajó a París, donde permaneció hasta 1954. Durante esos cinco años, se dedicó a definir y cualificar su estilo, y conoció a Picasso. Aunque expuso en Alemania, Montelimar y París, fue en 1955, al exponer en la Unión Panamericana de Washington, cuando se posicionó de manera definitiva como uno de los grandes artistas contemporáneos. Había pintado ya dos de sus obras más emblemáticas: Puertas y el espacio (1951) y Bodegón en amarillo (1955).
En julio de 1955 regresó a Colombia para ponerse al frente del movimiento nacional de artes plásticas. Inició una pintura simbolista representada en animales como el toro (símbolo de la fuerza, del impulso, de lo masculino, de lo primario), el pez (contraseña cristiana), las flores (que simbolizan la ternura), elementos de la vida cotidiana (el martillo, la tenaza...) o productos naturales americanos como el tabaco o el maíz.
A principios de 1956, en Barranquilla, entró a formar parte del Grupo de la Cueva. Comenzó a pintar murales: uno para la residencia de Carlos Martínez Leyes y otro para el Banco Popular. Ratificó sus éxitos al conseguir el primer premio en la Exposición Gulf Caribean Internacional, en Houston. Participó en el Concurso Guggenheim, que tuvo lugar en el Museo Nacional, y ganó el primer premio con su óleo Velorio, que fue adquirido por la Unión Panamericana de Washington. Además, el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió una de sus obras. El año siguiente, además de participar en la IV Bienal de São Paulo, expuso en la Galería Creuze de Nueva York y en Washington.
La tercera etapa artística de Alejandro Obregón comprende el período 1958-1965: madurez plena, un estilo muy personal, expresionista y americanista, con formas abiertas y vigorosas, que sólo aluden a la grandeza y a la feracidad del continente. En 1959 fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Incluyó en su temática pictórica a los cóndores, una especie amenazada de extinción con la que tuvo una cercana relación en el zoológico de la Ciudad Blanca. Ese interés por el cóndor lo reflejó en el gran mural que pintó ese año para la entrada de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República en Bogotá. 

Torocóndo (1959)

En esta etapa incluyó también tigres, alcatraces, mojarras y toros, con lo que enriqueció y vivificó su pintura, la hizo más emotiva, mítica y mágica. También introdujo los volcanes, tema con el cual, en agosto de 1960, atrajo la atención del público en una exposición conjunta con Fernando Botero, Guillermo Wiedemann y Eduardo Ramírez Villamizar celebrada en la Biblioteca Luis Ángel Arango.
Entre 1962 y 1963, Alejandro Obregón ganó el Premio Nacional de Pintura del XIV Salón de Artistas Colombianos con La violencia, quizás su obra más famosa, que confirmó su irrenunciable vocación de denuncia y lo consolidó como el gran maestro de la pintura colombiana, a lo que ayudó su participación en la Exposición Itinerante de Arte Colombiano en Europa, organizada por Marta Traba. 


La Violencia


En 1963 presentó en el XV Salón de Artistas Colombianos el óleo Genocidio, que fue declarado fuera de concurso. Acorde con su humanismo, en mayo de ese año pintó Homenaje a un poeta muerto, expuesto en la Galería de Arte Moderno durante el homenaje al poeta Jorge Gaitán Durán. Expresó su multifacética personalidad artística cuando realizó la escenografía para el ballet La embrujada, dirigido por su segunda esposa, Sonia Osorio.
En noviembre de 1963 renunció a la dirección de la Escuela de Pintura de la Universidad del Atlántico y viajó a Europa, donde permaneció hasta febrero de 1964. Su producción artística se multiplicó y, entre otras obras, pintó los murales del Banco Comercial Antioqueño de Bogotá y del National City Bank de Barranquilla. En octubre obtuvo el primer premio de la II Bienal Suramericana de Arte que tuvo lugar en Córdoba, Argentina. También recibió un importante reconocimiento cuando la Unión Panamericana filmó el documental Alejandro Obregón, de Colombia, pinta un mural, en la que el artista explicaba la técnica de la pintura al fresco. En septiembre realizó una exposición retrospectiva (1939-1965) en la Galería Colseguros.

Agua cálida (1962)
En 1966 abrió una nueva etapa artística caracterizada por el paso del óleo, técnica que consideraba obsoleta, al acrílico, a su entender el medio del siglo XX. Este cambio restó, ciertamente, misterio y fuerza a su obra. Inició esa nueva fase con la temática Los huesos de mis bestias. Cambió también de residencia, y en 1967 pasó del taller de Barranquilla a otro en Cartagena de Indias. Frecuentemente, con una buena dosis de ron Tres Esquinas, gritaba: "¡Que viva Cartagena, aquí voy a vivir para siempre!". Y allí viviría, efectivamente, hasta el final.
Inició esta etapa de su vida artística con la obtención, por segunda vez, del premio del XVIII Salón de Artistas Colombianos de 1966 con el óleo Ícaro y las avispas, y en el salón del año siguiente participó con la escultura en bronce Aveseli Raptolauro, uno de sus escasos ensayos en el campo de la escultura. A dicho evento sólo volvió en 1973, en calidad de miembro del jurado del XXIV Salón. Incursionó también en otros campos: en 1968, participó en el rodaje de la película Queimada, del italiano Gillo Pontecorvo, junto al actor norteamericano Marlon Brando, y al año siguiente ensayó el grabado. En 1972, ilustró la obra de su amigo Álvaro Cedepa Samudio Los cuentos de Juana y en algunas ocasiones se dedicó a la poesía. En 1975 realizó su única gran escultura (doce toneladas de bronce y siete metros de alto), que adorna la plazuela de Telecom, en Bogotá.
Nuevos temas
En los años setenta Obregón insistió, hasta la obsesión, en las temáticas que lo consagraron, pero también introdujo algunos otros temas como el de Blas de Lezo, el de la brujería y en 1975, al igual que un viejo conocido suyo, el historiador Juan Friede, se interesó por la Revolución Comunera de 1781 y pintó el cuadro Zozobra: el grito de Galán, que presentó en la exposición de la Plástica Colombiana del Siglo XX, organizada por la Casa de las Américas en La Habana (1976). Continuó exponiendo en las principales galerías bogotanas: Arte Moderno, Belarca, El Callejón, Independencia, La Rebeca, Centro Colombo Americano y en la Biblioteca Luis Ángel Arango.
También se mantuvo su asistencia a bienales latinoamericanas y la obtención de galardones, como el Gran Premio Latinoamericano Francisco Matarazzo Corintio de la IX Bienal de São Paulo, por su Ícaro calcinado. Sus retrospectivas más memorables fueron la del Center for Inter-American Relations de Nueva York, de abril de 1970, y la de 1991 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que reunió cinco décadas de su vida artística y fue también su última exposición en vida. De ella se recuerdan algunos apuntes: cuando se estaba montando la muestra, el curador Eduardo Serrano, por una imprudencia, tuvo que aguantar un regaño fuerte del maestro, que terminó con la exclamación: "¡Artista mata a crítico de arte!". Más adelante, durante la inauguración, Obregón dijo: "¡Me impresiona ver cuadros que no recuerdo haber pintado!".

En 1972 incorporó como temática su antigua pasión por la aviación con una serie de obras sobre navegación aérea realizadas en Holanda para la compañía aérea KLM. De todas formas, en su serie de Ícaros, Obregón expresó, mediante el simbólico personaje, así como en sus cuadros en homenaje a Saint-Exupéry, su deseo de volar.
Durante la década de los ochenta tomó como propia la temática ecológica, muy especialmente el tema de la Isla Salamanca, donde los mangles agonizaron y murieron por falta de oxígeno; pintó, por ejemplo, una salamandra con chancros y dijo que su majestuoso cóndor, de 1971, sólo sería "un animal inmundo y pustuloso por obra del detritus de la contaminación".
En 1984 fue el artista de la paz: pintó palomas en una campaña del país contra la violencia; sin embargo, el secuestro del ganadero Abraham Domínguez casi hizo fracasar la campaña, pues Obregón amenazó con no pintar su paloma si no liberaban a su amigo. De este período quedan dos grandes murales: Dos mares, tres cordilleras (1986), en el Salón Elíptico del Capitolio Nacional, y Amanecer en los Andes (1983), en la Sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.
Obregón murió el 11 de abril de 1992, víctima de un tumor cerebral que afectó seriamente su vista y que lo obligó a viajar a finales de febrero de ese año, por última vez, a los Estados Unidos para someterse a un tratamiento. Falleció en Cartagena pero fue sepultado en Barranquilla. En noviembre de 1992, la galería El Museo organizó un homenaje a la memoria del maestro en que se incluyó una pequeña retrospectiva y en la que participaron algunos grandes pintores latinoamericanos: José Luis Cuevas, Fernando de Szyslo, Armando Morales, Teresa Cuéllar, Manuel Hernández y María Paz Jaramillo, quienes mostraron, en su lenguaje, qué significó Obregón en su vida y en su obra. El más conmovedor de los homenajes tributados a Obregón fue el del mexicano José Luis Cuevas, que pintó con cuatro pinceles que llevaban aún la huella del trabajo de Alejandro Obregón.


"Pero lo divertido era que le temía a la conversación como si fuera una disipación en la que corría el riesgo de perder sus fuerzas", dice Baudelaire sobre Delacroix. El mutismo de Alejando Obregón, sobre todo en lo que hace a la pintura y a su pintura, es ya tópico y habría podido llevar al desespero a quienes por cualquier razón -menester profesional, pura curiosidad (si es que ésta se diera sin ninguna contaminación de desvergüenza en diversos grados)- han tratado de conseguir una "traducción" a lenguaje verbal del lenguaje otro en que Obregón campea. Menos mal que él dispone de un small talk para esos efectos, y que deja la ilusión de haber escuchado algo de su boca, como lo demuestran las abundantísimas entrevistas publicadas y que él concede con invariable magnanimidad, con una irónica pero a veces visible complacencia. ("Hoy no vamos a charlar, ¿verdad? O muy poquito, muy poquito. Y luego charlaba durante tres horas", sigue diciendo Baudelaire de Delacroix, pero la continuación del cuento ya no viene al caso).
El laconismo de los pintores es una leyenda no revisada, sobre todo en lo que concierne a los del siglo XX. Entre la mudez de Cézanne y la garrullería chillona de Dalí caben muchas posibilidades, desde la volubilidad en privado (más o menos) de Picasso hasta las teorizaciones y las revelaciones -íntimas- de un Klee, desde el incansable Warhol hasta las sentenciosas, gnómicas expresiones de un Pollock o un Stella.
Los pintores colombianos -al menos hasta los de la generación de Obregón- han sido en general silenciosos. Obregón no es en este aspecto excepcional; pero hay algunas circunstancias que acentúan, que agravan, por así decirlo, su silencio.
Sus antecesores, los que se proclamaban con diferentes matices seguidores de la escuela muralista mexicana, estaban encapullados en una ideología o en una estética) repetida y magnificada copiosamente por publicistas de todas las categorías. Pertenecían a una escuela, a una tendencia; estaban -hono-rablemente- fichados. Después las cosas se han ido complicado e incluso, para ciertos observadores autorizados, ismos, de sub-ismos, de cuasi-ismos que, importados de las capitales de la creación y del comercio artístico, se han arraigado en el mundo del arte colombiano o por él han circulado sin dejar huella -como el utilero que atraviesa el escenario durante un intermedio- constituye una peripecia complicada e incluso para ciertos observadores autorizados, interesantes también, y hasta rica.
De toda esta copiosa nomenclatura se ha escapado -et pour cause- la pintura de Alejandro Obregón. A veces alguien lo nombra (pero sin convicción excesiva) de neoexpresionista, por ejemplo; alguien habla de arte burgués, pero el epíteto o el denuesto caen en el vacío, ya que por hoy la de burgués es una categoría inexistente en el mercado, una intromisión sin relevancia, algo que ni quita ni da cartel. Con cierto esfuerzo es probable que algún crítico logrará embutirla dentro de cualquier casilla, pero tal empresa sería una vana pirueta nominativa, pues la verdad es que los cuadros de Obregón se muestran rebeldes a las categorizaciones. No por una total e imposible originalidad; sino porque en efecto son productos de una personalidad reticente en extremo, de una concepción del oficio, o del arte, marcada por la cautela en el empleo de signos y de significaciones, por un lenguaje cuya mayor vehemencia consiste, quizás aposta, en una forma de mudez.
Ramírez Villamizar, Negret, Botero, Grau son también artistas discretísimos. Pero, en los dos primeros, la configuración de la obra los sitúa, sin mayor necesidad de palabras, en grandes y decisivas corrientes del arte contemporáneo. Y la figuración, en los otros dos, es ya de por sí sola un conato de diálogo con unas tradiciones y con la cotidianidad de un país; hay en Botero, a todas luces (y no es en modo alguno que en eso consista ni a eso se reduzca la valía de su pintura) una reflexión de índole histórica y sociológica; como también algo de sociologismo, así como reiteradas pesquisas sobre la dimensión sexual, tanto en lo que se refiere a la "ontología" como al comportamiento, en las suntuosas, charras, burlonas figuraciones de Enrique Grau. Ese tipo de claves que sirven al artista para situarse, simpática o antitéticamente, frente a su contempora-neidad son las que se echan de menos en Obregón. Si no es de-masiado arduo establecer una lista completa de sus signos -del cóndor a la mojarra, del volcán a la ola, del Icaro a las Anunciaciones-  al hacer el balance resulta que se trata de convenciones eminentemente privadas. No hay referencias a la memoria o a la experiencia colectiva; la colombianidad del cóndor es una fantasía retórica (¿quién ha visto un cóndor, especie por definición inaccesible y, por desdicha, en peligro de extinción?) Otro tanto de la distancia entre la atufada piel grasosa de la mojarra, sus espinas tediosas e infinitas, su menudez en el plato, y los pulcros esqueletos de los cuadros de Obregón, que bien pudieran ser de sierra, de merlín o hasta de un impensado cachalote.
Una muestra adicional de la reticencia, o del pudor, obregoniano consiste en el fastidio con que se enfrenta a la figura humana. Hay de sus primeros años, de su muy primera juventud, algunos retratos notables; está el posterior y excepcional "Caballero Mateo" (la incompleta, tentativa humanidad de un niño); hay el reciente autorretrato a guisa de Blas de Lezo, sarcásticamente refutado por la caverna ignominiosa del ojo ausente. Y, esporádicamente, pero con la recurrencia que hay en toda su obra, figuras de mujer. Esquematizadas, impersonales, carentes de sexo (y de sensualidad, por consiguiente): los pezones sumarios o las negras, castas pinceladas en el pubis son tan desapasionados como las indicaciones que distinguen los sanitarios de damas y de caballeros. La sumaria alusión a la corporeidad excluye de ella lo carnal: tan esquivas, tan misteriosas como los cóndores, esas figuras de mujer son, acaso igual a las de las aves, versiones diluidas hasta el infinito de unos recuerdos o de un sueño. Quizás lo más explícitamente carnal, lo más afligentemente sensual de las figuras de Obregón sea el memorable vientre desgarrado de la "Violencia"; pero, ¿acaso esa curva no muestra más bien que la de una mujer la piel de una colina?
El enredo, las complicaciones, derivan de lo siguiente. En primer lugar, de que Obregón pese a todo, sí pinta imágenes en cierto modo análogas a las de un cóndor, una muchacha o un volcán. Es decir, que sus reatos, personales o estéticos, no lo han llevado a la que pareciera ser la conclusión lógica, o sea, alguna forma de la abstracción. En segundo término, de que, contrariamente a una opinión muy difundida pero mal analizada, Obregón es en primer término un pintor para pintores y su obra una obra para críticos, no para amateurs. La siempre propuesta, siempre rectificada, siempre resucitada nouvelle critique (un eterno postulado casi ético, que en manera alguna debe ser confundida con la actual nouvelle critique, ni con ninguna de las anteriores) debería, idealmente, y así fuera sólo para unos pocos, esclarecer y sistematizar conceptualmente el mundo de Obregón.
Aun así, subsistiría un enigma cuya dilucidación quedaría, en rigor, por fuera de la precisión formal sobre el "texto" pictórico, sobre el territorio del cuadro. Y ese acertijo se refiere a la evidente magia que, para los públicos más diversos, emana de la obra obregoniana, y que hace de esta un código cuyas claves presumiblemente son intuidas por toda suerte de espectadores, y que han hecho de Obregón un pintor casi popular. ¿Por cuáles vericuetos transcurre ese mensaje, qué senderos recorre la construcción pictórica evidentemente no fácil, evidentemente no "popular" (aquí se imponen las comillas) para suscitar una adhesión de intensidad semejante -cualquiera sea su contenido- entre personas de tan diversa raigambre intelectual, de tan distintas aficiones, de tan variada implantación en la vida? ¿Cómo es o cómo ha llegado a ser Obregón un pintor nacional -si no el pintor nacional- y lo haya logrado ser ya por lo menos para tres generaciones de sus compatriotas?
La respuesta -la solución real, si es que ésta es factible en este momento de la reflexión cultural- implica con certeza una serie de precisiones muy arduas sobre lo que es el país en esta coyuntura de su historia, sobre la comunicación de la experiencia estética; sobre el nivel del gusto (su permanencia, sus constantes, sus mutabilidades) en un momento determinado. Y también a estas aspiraciones de alcance científico y de precaria metodología cabe añadir el interrogante adicional sobre qué es, o quién es, Alejandro Obregón.
Aquí se vislumbra el callejón sin salida, pues ya se ha anotado que la impermeabilidad o la opacidad del individuo Obregón es, como forzosamente tenía que serlo, idéntica a la de su pintura. Sin embargo... Algo del hombre trasparece en la obra, así sean las propias perplejidades, las vetas del silencio.
Volvamos, no por partidismo sino por ignorancia, a la vieja crítica. "Pocos son los hombres dotados de la facultad de ver", decía Baudelaire; el artista es el hombre que ve ("ver el mundo, estar en el centro del mundo y mantenerse oculto ante el mundo"); medio siglo largo después Proust extraía el corolario: el hombre que ve es el hombre que enseña a ver ("el solo viaje verdadero, la sola fuente de juventud (es) tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que ve cada uno de ellos, que cada uno de ellos es; y eso es lo que podemos con un Elstir..."; y otro medio siglo (largo) después de Proust repiten esas cosas a su modo el inglés Adrian Stokes, cuando habla del "proceso incantatario" que nos compele a identificar sucesos y ambientes "enteramente ajenos a nosotros", o el norteamericano Harold Rosenberg, en un ensayo sobre Matisse cuya conclusión se acerca mejor al problema que se trata de identificar al tratar de la pintura de Obregón: "Como los de otros siglos, nuestros secretos públicos están encarnados en iconos. Lo cual no significa que se haya captado su sentido. Tan sólo que la imagen se acepta como una cosa dada, y que ya no se plantean preguntas referentes a su presencia".
Todas las citas anteriores se aplican a cualquier pintor importante, e incluso a cualquier pintor de cierta notabilidad. (En Proust, la figura de Elstir, como representación de la creatividad plástica, está opacada por la de pintores de otras épocas, e incluso por meros aficionados: el arte existe primordialmente para los observadores, para el narrador de la novela, para Charles Swann, conocedor más o menos erudito, para Bergotte el escritor, cuya visión del mundo y de su propia vida culmina tan inolvidablemente ante el amarillo de un trocito de pared en un cuadro de Vermeer: "Así es como yo hubiera debido escribir"). Son válidas para Obregón porque en su obra hay dos peculiaridades importantes: la repetición de las imágenes -de los "iconos"-  y su mutabilidad.
Los cuadros de Obregón -sus creaciones más meditadas, más elegantes, más plenas-  tienen algo de inconcluso. Hasta hay elementos muy obvios en su caligrafía, como el ostentoso brochazo perpendicular o diagonal, que son como un requerimiento a ver la obra en estado de provisionalidad, a tomar por inacabada la superficie donde siempre parece faltar un fragmento decisivo del mensaje, como si en el artista existiera esa displicencia (acaso imaginaria) que Ortega y Gasset le atribuían a Velásquez (la desgana fusionada con la altanería). Por esa razón, Obregón retorna impunemente sobre elementos que parecían haber quedado abandonados en su trayectoria: recoge temas, reconstruye alusiones, excava maneras que nunca se fijaron en una "época" determinada sino que vuelven de golpe a resurgir, como si fuera necesario al artista, frente a su sujeto, insistir, si no en el agotamiento, al menos en la sucesión y la modulación de las metamorfosis. Por eso algunas acerbias de la critica, y algunos gruñidos de los admiradores: la obra de Obregón se desenvuelve en espiral, y por eso también algunas veces se le tiende a aplicar el juicio negativo e irreverente de Roland Barthes sobre "el retorno como Farsa": "En el trayecto de la espiral todas las cosa regresan, pero en otro sitio superior: se trata entonces de retorno de la diferencia, del recorrido de la metáfora: de la ficción. La Farsa, a su vez, regresa más abajo: es una metáfora agachada, marchita y caída (desparada)" (qui débande).
Obregón repite y cambia, y rara vez, si alguna, sus metáforas han seguido la espiral descendente. Pero esa mutabilidad de los signos que hace que su pintura se presente como una única obra continuada y jamás conclusa, como si fuera suyo el reino de las variaciones, de las glosas, de los comentarios: con el resultado de que, literalmente, está pendiente de un hilo el admirador de su pintura, pues siempre confronta la posibilidad de que el lienzo consumado no haya sido sino una entre tantas tentativas, y de que su presencia en la imaginación -la icantación de sus iconos- sea una noción problemática y discutible, ya que toda gran obra de las que Obregón produce deja siempre abierta la posibilidad de que el signo se revoque o se deforme hasta la negación, de que el espacio más o menos neutro de la más reciente magnificencia contenga ya potencialmente prolongaciones que habrán de darle otro sentido a las aves, a los peces, a las mujeres verdes y amarillas, a los rostros escuetos de blanco, negro y rojo.
Por eso, y por la extrema discreción de las representaciones -tan económicas, tan esquivas- resulta tan ejemplar y tan curioso el imperio de Obregón sobre la sensibilidad artística tanto individual como colectiva (nacional). Pues él obliga, o trata de obligar, a que en ninguna de sus obras se hallen esa plenitud y esa beatitud que se suponen ser la marca de una experiencia estética. Siempre queda visible el elemento de lo combativo y de lo transitorio: la pugnacidad del artista con sus telas, sus pinceles, sus colores, sus mitos, la agresividad de la tela cuya inconclusión se refiere, para el espectador, a una serie de querellas incógnitas, a un descontento furioso, aunque contenido, con las continuas mutaciones de una materia rebelde, en la que caben todas las formas de la inquietud, toda la dinámica de una obra sucesiva, pero jamás el reposo puro de lo logrado, de lo acabado y lo perfecto.
Y esa, en últimas, es la gran paradoja de Obregón: su imaginería ha ido penetrando firmemente entre un público pero éste, al mismo tiempo, se reconoce y se desconoce en la sucesión de una obra irreductible todavía a la función icónica propiamente dicha. En otros términos, no existe el cóndor de Obregón, existen sus variaciones, sus posibilidades, su imprevista y rapaz reaparición. Obregón no entrega la clave o las claves de su pintura en la obra pulida y definitiva; tiene siempre presente (y no pocas veces ejerce) el derecho al retorno, a apoyarse en el pasado para establecer una curva nueva en el ascenso de la espiral. De esa rumiación íntima no les quedan a los observadores sino los vestigios que las obras entregan; nadie sospecha la reflexión, la aplicada inteligencia cuyos caminos permanecen incógnitos: senderos selváticos, ignotas rutas en la mar. El proceso es indescifrable; y su resultado -el cuadro- preserva todos los enigmas en el engañoso esquematismo de la imagen. Obliga a rastrear y a inquirir sin que ni el hombre ni la obra den pistas para reconstruir los vericuetos del camino: "caballero solo", como en el poema de Neruda, muestra apenas algunos elementos de la fauna y la flora de "ese gran bosque respiratorio y enredado" que constituye su inaccesible morada. Ha ido transplantando, ha ido enseñando a ver, los árboles, sin permitir que se vea y se conozca el bosque del que es él el habitante solo.

Juan Cárdenas (Juan Cárdenas


Los cuadros de este artista trastocan la realidad a la que estamos acostumbrados.
Juan Cárdenas rompe la lógica de la realidad con sus dibujos y pinturas de una manera tan sutil, que quien los mira apenas si intuye que algo no está del todo bien, aunque no pueda decir, a primera vista, qué trastoca la imagen. ¿Será que las paredes del estudio que dibuja se recortan de una manera anormal en el horizonte del cuadro?, ¿serán las sombras o las proporciones? Esto es parte de lo que se ve en La tradición, fuente contemporánea, que este veterano artista muestra en la sala de Exposiciones del Club El Nogal, en Bogotá. No importa cómo engaña al ojo (si usa distintos horizontes o puntos de fuga), las pinturas de Cárdenas absorben a casi todo el que las ve, por los mundos que propone. La gente se mete en los cuadros para tratar de descifrar qué pasa en ellos. Inevitablemente, se pregunta si esos talleres de artista que pinta con muchas puertas, como un laberinto, podrían ser factibles en la realidad o sólo son parte del 'mundo Cárdenas'. O de sus mundos, pues en varias obras aparecen unos dentro de otros. En Interior distorsionado (foto de la izquierda ), por ejemplo, se ve su imagen reflejada en un espejo convexo, mientras pinta su propia imagen que toma de ese espejo convexo. ¿Enredado? Nadie dijo que era fácil. Eso para quienes ven la pintura sin mucha teoría, pues para los iniciados, cuadros como Interior (arriba) recuerdan a Las meninas, de Velázquez. "Cuando Velázquez pintó Las meninas -dice Cárdenas- hizo un comentario sobre la historia del arte. Muchos han hecho comentarios sobre el arte y lo mío también, sólo que es más tarde". Como se sabe, el famoso cuadro fascina, entre otras cosas, por el uso de varias perspectivas. Así como Velázquez se pintó en Las meninas, Cárdenas se puso en su Interior, pero tomando fotos, lo que tiene un significado especial: "Lo importante, en este caso, es que en un momento dado los teóricos dijeron que no se podía pintar más porque la foto había reemplazado a la pintura. Todos creyeron y la pintura se fue acabando", explica. Por eso -en un giro tal vez irónico- introduce un fotógrafo en su pintura. "Lo que hago es trabajar con una cantidad de ideas que se han venido proponiendo en la historia del arte, como el surrealismo, las ideas metafísicas y la abstracción. Creo que muchas de ellas fueron olvidadas antes de haber sido suficientemente investigadas", dice el artista, que justifica así el tiempo invertido en su taller neoyorquino en estas pinturas, que muestran un mundo imposible de fotografiar -"pues sólo se puede fotografiar lo que existe"-, según recuerda-, pero que es perfectamente posible con su pincel. 


Cárdenas no compone sus obras sino que las construye y crea los espacios de sus cuadros de una forma geométrica y ordenada. Paralelamente, en ellos, la mirada se enfrenta con ventanas o marcos que dan la posibilidad de observar más allá, pero también de chocar y retroceder haciendo que el ojo de cada persona se dirija hacia otra dimensión de la imagen que es como un paisaje, pero bajo techo, un paisaje cerrado.

En esta exposición, en la que las obras contrastan con el espectador y su sistema de creencias, el artista hace referencia a la historia y al arte colombiano y europeo. Sus representaciones están conectadas con circunstancias particulares y con diferentes formas de ver el mundo. En ese contexto, ejerce el papel de traductor y mediador malicioso, que crea mundos, pero recuerda que son inaccesibles.

Los secretos del artista

El trabajo de Juan Cárdenas es complejo en términos técnicos y conceptuales, pues requiere de un proceso lento para ser elaborado. Por esta razón, solo produce pocas obras al año. En ellas, la línea de horizonte, que determina por oposiciones un espacio; la línea vertical, que en muchas piezas se construye con la presencia del cuerpo humano; las formas rectangulares y cuadradas constituyen los entornos.

Y Cárdenas juega con esas reglas y las transtorna, como lo hicieran Giorgio de Chirico, René Magritte o Francis Bacon. Por ello, al mirar una de sus piezas, el espectador puede detectar situaciones levemente “incorrectas”. Sin embargo, no le queda fácil saber exactamente en dónde reside ese error o distorsión que fue elaborada con intención y que suma puntos a la obra.

De la misma forma, cuando se acerca a las obras de Cárdenas, el espectador percibe múltiples informaciones sobre profundidad de campo, distancias y volúmenes, pero a la vez, se hace consciente del artificio y debe reconocer las pinceladas y las manchas que se esconden, pero se hacen evidentes en las superficies de cada lienzo y de cada creación artística.

Cárdenas también juega con capas que se superponen, en lo que el llama los “talleres del artista”, uno de sus temas favoritos. En esos espacios arquitectónicos es donde más se produce ese encuentro con obstáculos de la mirada que va, viene, choca y rebota y vuelve hacia el frente donde se encuentra el mismo espectador. En las obras de Las Tapias también se observa un efecto similar al mencionado.

En los primeros planos, aparece el verde dócil de jardín interior. Luego viene la línea de horizonte y la promesa de transitar hacia las profundidades del terreno representado, que se encuentra con una asfixiante tapia, un muro que impide la fuga e interrumpe las expectativas del ojo que quiere ver mucho más de lo que en realidad ve y de lo que el pintor le ofrece.

Una vida dedicada al lienzo

Juan Cárdenas se ha desenvuelto a lo largo de su carrera en el terreno de la pintura. Nació en 1939 y en 1947 emigró a Estados Unidos donde obtuvo el título de Bachelor of Fine Arts en la Rhode Island School of Design. Ese país, en los años 50 y 60, se encontraba influenciado por la figura de Clement Greenberg y por la preeminencia del Expresionismo Abstracto, en contraste con la aparición del Pop Art, el minimalismo y el conceptualismo.

Artistas como Mondrian y Josef Albers, este último vinculado a la Bauhaus, caracterizados por ser abstractos analíticos y reflexivos, han sido importantes en la obra de Cárdenas, que explora cuidadosamente los sistemas de representación que pueden llegar a proyectar, en un espacio plano, el mundo diverso y variante que nos rodea, y se encarga de conocer al sujeto moderno y la primacía de su mirada.

Cárdenas, además, ha hecho carrera como docente. Dictó cátedra de dibujo, durante varios años, en la New York Academy of Art. Ha expuesto en el Museo de Arte Moderno de Cartagena y en la Galerie Claude Bernard, en Paris. Recientemente, diseñó el telón de boca del teatro del Centro Cultural Julio Mario Santo Domingo y el afiche del III Festival de Música de Cartagena.

Así, con la exposición de Juan Cárdenas, la Corporación Club El Nogal confirma que se ha consolidado como un centro cultural y como uno de los espacios más importantes que apoya la creatividad de los artistas nacionales.
Juan Cárdenas en el Club El Nogal
Juan Cárdenas en el Club El Nogal
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AUGUSTO RENDÓN

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El último refugio del hombre
Por Gonzalo Márquez Cristo

La luz es una incesante herida en la obra de Augusto Rendón. La iluminación altamente contrastada es la desgarradura protagónica de sus memorables grabados, y es posible ver aflorar sus destellos en toda su pintura como el filo de un estilete; develando ambientes desoladores, y mostrando la crueldad y exaltación de un ámbito donde ni siquiera los animales son ajenos a los intensos fulgores del deseo o la batalla.
El artista, creador de un universo que adiciona a los mitos originales e invariables del hombre su visión sobre el tiempo violento y oscuro que le ha tocado vivir, enfrenta a las tinieblas de la subyugación y del oprobio, con recreaciones que no nos dejan olvidar el sino trágico y sórdido del poder y de la condición humana.
Su serie de caballos atormentados por el dolor o por el deseo, sus cardenales y obispos siniestros, los toreros muertos en franca lid por su enemigo ritual, los centauros amorosos y las crueles Salomés que ostentan las cabezas decapitadas de sus víctimas, las Evas telúricas y sus ángeles exterminadores, inventan ante nuestros ojos un universo marcado por los signos de identidad de un artista integral, que aún cree en el arte como el último refugio del hombre.

Augusto Rendón nació en Bogotá - Colombia, 2 de febrero de 1933). Especializado en pintura mural y grabado en la Academia de Bellas Artes (Florencia - Italia), fue profesor de plástica de la Universidad Nacional de Colombia. Su obra ha participado en diversas exposiciones entre las que destacamos: la Muestra de Artistas Latinoamericanos en Roma (1958), la Exposición Internacional de Grabado en Frenchen (Alemania, 1972) y la Bienal de Tokio (1962). Obtuvo dos veces el Primer Premio de Grabado en el Salón de Artistas Nacionales (Bogotá, 1963 y 1966), y el Premio Internacional de Arte sobre los Derechos Humanos (1968).

JUAN ANTONIO RODA

Roda es uno de los grandes maestros de la pintura colombiana y una de las figuras más influyentes del grabado figurativo en la América Latina de finales del siglo XX. Sus obras abordan una gran cantidad de tendencias y expresiones que retoman aspectos de corrientes vanguardistas de principios de siglo, como el expresionismo y el arte abstracto.
Desde su llegada al país, en 1955, Roda entró en contacto con prestigiosas figuras de la plástica nacional como Alejandro Obregón, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar y Edgar Negret, e hizo parte del grupo de artistas más significativo de la época, llamado por algunos críticos e historiadores el ‘Grupo de los Trabistas’ debido al contacto permanente que mantuvieron con la crítica de arte argentina Marta Traba. 
En otro escenario, Roda fue docente en la Universidad Nacional de Colombia y director de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de los Andes, en donde se convirtió en profesor y guía de varias generaciones de artistas colombianos, como Luis Caballero y Beatriz González.
Su rigor y disciplina lo llevaron a consolidar una obra magnífica, compuesta por un gran número de trabajos. En ella es evidente su compromiso como dibujante, su pasión como pintor y grabador y su fascinante capacidad para trasladar su trabajo de la abstracción a la figuración en técnicas como la pintura, la cerámica y el grabado. 
Lo que poca gente sabe es que Roda tuvo otra pasión a lo largo de toda su vida: la literatura. En varias entrevistas aseguró que, desde sus inicios, su trabajo se concentró en narrar historias. Era un lector infatigable. No en vano viajó frecuentemente a Barranquilla donde fue gran amigo de los integrantes del grupo la Cueva, conformado por Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Zamudio, Eduardo Vilá, Alejandro Obregón, Próspero Morales, Nereo López, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas. Hay quienes aseguran que solo en la técnica del grabado encontró el medio adecuado para relatar, ser figurativo y explotar todas sus dotes como dibujante. En palabras del escritor y crítico Fernando Quiroz, “Cuando Roda trataba de componer un párrafo, no soportaba que sus manos se sintieran inmóviles mientras encontraba la palabra precisa. Entonces, dejaba que el lápiz se deslizara a su antojo, y la hoja terminaba convertida en un dibujo. Cuando descubrió su verdadera vocación, Juan Antonio Roda ya tenía muchas historias contadas con imágenes”. Historias atemporales que llevan mucho tiempo sin ser exhibidas y toman una mayor fuerza en un espacio de acceso al conocimiento y las manifestaciones del arte como la Biblioteca Pública que hoy inauguramos en la ciudad. 

PROMETEO - Grabado


Teresa Cuellar, Teyé

La promiscua ferocidad de Teyé

Por Juan Gustavo Cobo Borda


Flores, Frutas. De Arcimboldo a Hans Holbein el joven con su tranquila esfera de cristal y agua ofreciéndonos, en primer plano, tres claveles rosa sobre la tela negra del comerciante George Gisze. De los siempre presentes fruteros de Caravaggio, los saboree Baco o los bendiga Jesús, hasta las verduras inmóviles en el aire atemporal con que Sánchez Cotán pule sus semillas, nervaduras y asperezas de melón, lechuga o pepino.

De los limones metafísicos de Zurbarán a las naranjas y manzanas de Cezanne, tan terrenales cuanto más rojas. Del frutero inevitable que Picasso coloca en medio de sus desnudas y angulares señoritas de Avignon hasta tantas otras frutas que acompañan, sensuales, los desnudos de Matisse, burguesas los interiores de Braque o ascéticas y depuradas en asombroso equilibrio neutro de las naturalezas muertas de Giorgio Morandi. Sin olvidar las sandias de Rufmo Tama yo o las tropicales frutas de la cubana Amelia Peláez. Teresa Cuéllar (1935) tiene detrás suyo una tradición espléndida.

Pero quizás no haya que ir tan lejos. Como lo ha registrado Santiago Londoño en su exhaustivo Botero (Villegas Editores, 2003), cuando este fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, de 1958 a 1960, sus matutinas clases de dibujo, con figura humana, resultaron ser un estímulo entusiasta para sus alumnos que aún las recuerdan. Entre ellos, en primer lugar Teresa Cuéllar, Teyé. Repásese, por cierto, su Bodegón (1968) en el Museo Botero y se comprobará cómo la horizontal morada y el inquietante fondo verde es recortado por el preciso frutero blanco donde se superponen y amontonan esas frutas-verduras en amarillos-verdosos, en blancos y marrones. ¿Repollos, guanábanas? Masas de color que luchan entre ellas para que un límite se defina. Para que un tono impere sobre los otros.

Teyé ama esos combates de promiscua ferocidad, donde las cebollas pueden fusionarse con las guanábanas y engendrar a partir de esas semillas, pegajosas y delicuescentes, fantasmales ve los de inquieta ambigüedad. No hay límites. Tampoco en su última exposición la naturaleza es sólida ni confiable; vive en perpetua metamorfosis. Incluso los floreros de vidrio donde dispone ramos de colores, esa paleta que bien puede ir del azul con vela doras al violeta de Windsor pasando por el verde viridian es capaz de suscitar nuevos frutos, propios solo de Teyé. Ella cultiva así un extraño huerto-jardín que requiere apenas tela de lino, aceite, trementina canadiense y pinceles de camello. Surge entonces una amarilla auyama, una pera ocre, de tierras con veladora de verde-cromo, que nos demuestra, con su estar tranquilo, sólida en sí misma, cómo esos logros de especies imprevistas, no se descomponen ni se pudren. No se alteran, como los huma nos, en voluble vaivén tempera mental. Sino que solo la luz de Chía, en Fonquetá, explora en ellos a la búsqueda de un matiz. De una renovada visión.

Conservar, en todo momento, algo firme y rotundo, bien puede ser la infranqueable barreta visual de un rojo sólido y estremecedor, sobre el cual la vista no puede ir más allá. Le cierra el paso, difícil, inclaudicable, una pintura agresiva, de masas rotundas y fondos ciegos. El color también puede llegar a ser áspero é intratable. Deja de preocuparse por el qué dirán. Se abren en dos, impúdicas y desafiantes, las formas con una libérrima decisión de explorar hasta el fondo de sí misma el color. Rojos sólidos. Azules misteriosos, verdes incómodos, sí, Teresa Cuéllar, irónica, dice no tener biografía, sino tan solo currículum; el suyo abarca Italia, con Ungaretti y su voz de campana, María Zambrano, filósofa entre gatos, y Emma Reyes, quien vivió en una cava, cuidando una momia, y participó en la guerra del Chaco.

Casi tanto como su vida, expresan estas pinturas. Ellas han superado con creces la prueba de la naranja, tal como lo estableció su maestro Botero: "La gran prueba de originalidad del artista es que pueda pintar una naranja distinta. La naranja es la forma más simple y si uno logra darle realmente un sello personal, eso es lo importante. Esa es la prueba de fuego de la pintura". No hay duda de que Teresa Cuéllar lo logra.



...Si se quisiera analizar esta pintura a la manera tradicional, exigiríase otra vez el uso de la terminología inadecuada cuando se trata de otros productos artísticos. Pero al subrayar la principal cualidad de la actividad de Teyé, cual es la consciente necesidad de practicar el humilde oficio del taller, resulta aleccionador su arte, de manera particular ahora cuando por doquier solo se ven pobres resultados debidos a la improvisación y a la ignorancia. Teyé no desprecia, sino que valora y encarece el oficio, por lo cual su quehacer artístico se diferencia de aquel otro de índole parasitaria que suele imitarse de las revistas de moda artística.


Pero más que la pintura quiero resaltar el valor y la importancia del dibujo de Teresa Cuéllar. Cuidadoso y hábil, de valores pictóricos, posee condiciones de seriedad que lo hacen respetable. Se me ocurre que el artista podría, bien pronto, gracias a esa habilidad y a su empecinado deseo de dominar los elementos del taller, proponerse nuevas etapas que le permitieran explorar en los campos del diseco donde tantas y tan inusitadas y ricas posibilidades existen... Teyé cuenta, además, con cultivada inteligencia como para ensayar con afortunado éxito el diseño que es, repito, actividad artística de evidente importancia y de oportuna ocurrencia en el mundo contemporáneo.

La actual exposición de Teresa Cuéllar es, en resumen, el resultado de una nueva etapa en su continuada labor de artista. Seriedad, dominio del oficio, independencia, personalidad no sometida a fáciles influencias, serían las cualidades que la califican y enaltecen. Si gusta o no, es materia que el público debe resolver al enfrentarse a la obra de la culta e inteligente artista. Personalmente admiro y respeto su decisión de permanecer en lo suyo y exalto su empeñoso quehacer artístico que, como lo he anotado, me parece ejemplar.


EUGENIO BARNEY CABRERA Agosto de 1970
Tomado del folleto 10 Años de Arte Colombiano, Museo La Tertulia, Cali, 1971



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