miércoles, 3 de noviembre de 2010

Alejandro Obregón

(Barcelona, España, 1920 - Cartagena, Colombia, 1992) Pintor colombiano. Su familia se trasladó definitivamente a Barranquilla cuando el futuro pintor había cumplido dieciséis años. Con toda seguridad, el cambio de cultura, de ciudad y de ambiente impresionaron al adolescente, en especial el exuberante trópico, con su luz radiante y aire de libertad. Aprendió entonces a comer pescado con ñame, sancocho de sábalo, a fumar Pielroja (cigarrillo que fumó hasta su muerte) y a tomar ron blanco.
En 1938 se trasladó a Boston, Massachusetts, con el fin de estudiar aviación, carrera que casi concluyó, pero por problemas con un profesor fue expulsado de la escuela y regresó a Barranquilla, a trabajar en la fábrica de textiles de su padre, como supervisor de producción. Pronto comprendió que ése no era su ambiente y decidió irse, en 1939, a trabajar como conductor de camión en las recién abiertas petroleras del Catatumbo, lo que constituyó otro gran estímulo para su carrera de pintor, pues la selva y su mundo, el de los motilones, lo embelesaron.
Alejandro Obregón en 1959

Poco tiempo duró en el Catatumbo: comprendió que su destino estaba en los pinceles, la paleta, la espátula y los colores. Viajó entonces, en 1940, por segunda vez a Boston, con el fin de estudiar pintura. Luego de algunas dificultades para conseguir cupo en alguna academia, pues se le consideró "inepto", se matriculó en el sótano del Museum of Fine Arts School, donde funcionaba una escuela para niños. Duró en ella apenas un semestre y allí realizó su primera exposición. Viajó luego a España, como vicecónsul de Colombia en su Barcelona natal.
En la capital catalana se vinculó a la famosa Escuela de Artes de la Llotja, pero fue expulsado poco después por defender vehementemente el arte americano. Ingresó entonces en el Círculo Artístico y después se convirtió en autodidacta, dedicándose a perfeccionar sus conocimientos a través del estudio directo de las obras de los grandes pintores sensuales españoles: Francisco de Goya, a quien consideraba el pintor por excelencia, y Diego Velázquez. Otros de sus ídolos fueron Rembrandt, por la rebeldía contra la injusticia que emanaba de sus cuadros; Picasso, por su influencia sobre la pintura contemporánea, y las pinturas rupestres de las cuevas de Altamira, en especial su famoso bisonte, que inspiraría con el tiempo los lienzos de toros y cóndores de Obregón.
Permaneció en Barcelona hasta 1944 y allí realizó una exposición individual. De regreso a Colombia, se radicó en Bogotá, ciudad en la que compartió estudio con el pintor Ignacio Gómez Jaramillo, en la mansarda de la casa de Juan Friede, y se vinculó al mundo intelectual y bohemio de la capital. Además, fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, en donde pudo realizar una obra titánica, como fue la de sacar a la escuela del estancamiento académico en el que la habían dejado los pintores colombianos de principios de siglo.
Desde su época de residencia en Boston hasta 1946, estuvo en un permanente proceso de formación; su pintura es contradictoria y oscila entre cierto academicismo tradicional y un expresionismo cezanniano muy forzado. Sin embargo, comenzaba ya a mostrar su característico estilo vital y fogoso, como demuestra su lienzo Retrato de Bolívar (1944), en que pintó con colores violentos al Libertador, con una figura en rojo cubierta por una capa amarilla y negra.
El año siguiente, en una exposición retrospectiva de 62 obras suyas que se llevó a cabo en la Sala Gregorio Vásquez de la Biblioteca Nacional de Bogotá, se podía apreciar el abandono de los colores violentos, que pasó a reemplazar por tonalidades grises; sus temáticas dominantes fueron autorretratos, cabezas femeninas y paisajes.
Expresionismo mágico
El cambio definitivo en la pintura de Alejandro Obregón comenzó en 1947, cuando incorporó a su pintura lo que se ha dado en llamar "expresionismo mágico", con recuerdos del cubismo. Introdujo la temática de los peces, de las barracudas, pero también los acontecimientos de la época, pues presenció en Bogotá los sucesos del 9 de abril de 1948, vio arder la ciudad, ríos de sangre por las calles, almacenes saqueados, escombros y muertos, detalles que guardó en su mente y que le sirvieron para pintar sus Masacres, que además le permitieron expresar su tragedia interna, la que todo artista lleva dentro de sí, y que le permitió comprender que, sin renunciar a la libertad artística, podía denunciar, aunque "nunca solucionar, porque la pintura por sí sola nunca arregla nada".
Estudiante muerto(1956)
Su empeño por sacar del acartonado academicismo el arte colombiano continuó: imbuido de cierta "conciencia" social, se dedicó a la búsqueda de un lenguaje propio. En 1948-1949 fue director de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, oportunidad que aprovechó para cambiar a los vetustos profesores y crear un centro abierto en el que se pintaba todo el tiempo.
En mayo de 1949 viajó a París, donde permaneció hasta 1954. Durante esos cinco años, se dedicó a definir y cualificar su estilo, y conoció a Picasso. Aunque expuso en Alemania, Montelimar y París, fue en 1955, al exponer en la Unión Panamericana de Washington, cuando se posicionó de manera definitiva como uno de los grandes artistas contemporáneos. Había pintado ya dos de sus obras más emblemáticas: Puertas y el espacio (1951) y Bodegón en amarillo (1955).
En julio de 1955 regresó a Colombia para ponerse al frente del movimiento nacional de artes plásticas. Inició una pintura simbolista representada en animales como el toro (símbolo de la fuerza, del impulso, de lo masculino, de lo primario), el pez (contraseña cristiana), las flores (que simbolizan la ternura), elementos de la vida cotidiana (el martillo, la tenaza...) o productos naturales americanos como el tabaco o el maíz.
A principios de 1956, en Barranquilla, entró a formar parte del Grupo de la Cueva. Comenzó a pintar murales: uno para la residencia de Carlos Martínez Leyes y otro para el Banco Popular. Ratificó sus éxitos al conseguir el primer premio en la Exposición Gulf Caribean Internacional, en Houston. Participó en el Concurso Guggenheim, que tuvo lugar en el Museo Nacional, y ganó el primer premio con su óleo Velorio, que fue adquirido por la Unión Panamericana de Washington. Además, el Museo de Arte Moderno de Nueva York adquirió una de sus obras. El año siguiente, además de participar en la IV Bienal de São Paulo, expuso en la Galería Creuze de Nueva York y en Washington.
La tercera etapa artística de Alejandro Obregón comprende el período 1958-1965: madurez plena, un estilo muy personal, expresionista y americanista, con formas abiertas y vigorosas, que sólo aluden a la grandeza y a la feracidad del continente. En 1959 fue nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad Nacional de Colombia. Incluyó en su temática pictórica a los cóndores, una especie amenazada de extinción con la que tuvo una cercana relación en el zoológico de la Ciudad Blanca. Ese interés por el cóndor lo reflejó en el gran mural que pintó ese año para la entrada de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República en Bogotá. 

Torocóndo (1959)

En esta etapa incluyó también tigres, alcatraces, mojarras y toros, con lo que enriqueció y vivificó su pintura, la hizo más emotiva, mítica y mágica. También introdujo los volcanes, tema con el cual, en agosto de 1960, atrajo la atención del público en una exposición conjunta con Fernando Botero, Guillermo Wiedemann y Eduardo Ramírez Villamizar celebrada en la Biblioteca Luis Ángel Arango.
Entre 1962 y 1963, Alejandro Obregón ganó el Premio Nacional de Pintura del XIV Salón de Artistas Colombianos con La violencia, quizás su obra más famosa, que confirmó su irrenunciable vocación de denuncia y lo consolidó como el gran maestro de la pintura colombiana, a lo que ayudó su participación en la Exposición Itinerante de Arte Colombiano en Europa, organizada por Marta Traba. 


La Violencia


En 1963 presentó en el XV Salón de Artistas Colombianos el óleo Genocidio, que fue declarado fuera de concurso. Acorde con su humanismo, en mayo de ese año pintó Homenaje a un poeta muerto, expuesto en la Galería de Arte Moderno durante el homenaje al poeta Jorge Gaitán Durán. Expresó su multifacética personalidad artística cuando realizó la escenografía para el ballet La embrujada, dirigido por su segunda esposa, Sonia Osorio.
En noviembre de 1963 renunció a la dirección de la Escuela de Pintura de la Universidad del Atlántico y viajó a Europa, donde permaneció hasta febrero de 1964. Su producción artística se multiplicó y, entre otras obras, pintó los murales del Banco Comercial Antioqueño de Bogotá y del National City Bank de Barranquilla. En octubre obtuvo el primer premio de la II Bienal Suramericana de Arte que tuvo lugar en Córdoba, Argentina. También recibió un importante reconocimiento cuando la Unión Panamericana filmó el documental Alejandro Obregón, de Colombia, pinta un mural, en la que el artista explicaba la técnica de la pintura al fresco. En septiembre realizó una exposición retrospectiva (1939-1965) en la Galería Colseguros.

Agua cálida (1962)
En 1966 abrió una nueva etapa artística caracterizada por el paso del óleo, técnica que consideraba obsoleta, al acrílico, a su entender el medio del siglo XX. Este cambio restó, ciertamente, misterio y fuerza a su obra. Inició esa nueva fase con la temática Los huesos de mis bestias. Cambió también de residencia, y en 1967 pasó del taller de Barranquilla a otro en Cartagena de Indias. Frecuentemente, con una buena dosis de ron Tres Esquinas, gritaba: "¡Que viva Cartagena, aquí voy a vivir para siempre!". Y allí viviría, efectivamente, hasta el final.
Inició esta etapa de su vida artística con la obtención, por segunda vez, del premio del XVIII Salón de Artistas Colombianos de 1966 con el óleo Ícaro y las avispas, y en el salón del año siguiente participó con la escultura en bronce Aveseli Raptolauro, uno de sus escasos ensayos en el campo de la escultura. A dicho evento sólo volvió en 1973, en calidad de miembro del jurado del XXIV Salón. Incursionó también en otros campos: en 1968, participó en el rodaje de la película Queimada, del italiano Gillo Pontecorvo, junto al actor norteamericano Marlon Brando, y al año siguiente ensayó el grabado. En 1972, ilustró la obra de su amigo Álvaro Cedepa Samudio Los cuentos de Juana y en algunas ocasiones se dedicó a la poesía. En 1975 realizó su única gran escultura (doce toneladas de bronce y siete metros de alto), que adorna la plazuela de Telecom, en Bogotá.
Nuevos temas
En los años setenta Obregón insistió, hasta la obsesión, en las temáticas que lo consagraron, pero también introdujo algunos otros temas como el de Blas de Lezo, el de la brujería y en 1975, al igual que un viejo conocido suyo, el historiador Juan Friede, se interesó por la Revolución Comunera de 1781 y pintó el cuadro Zozobra: el grito de Galán, que presentó en la exposición de la Plástica Colombiana del Siglo XX, organizada por la Casa de las Américas en La Habana (1976). Continuó exponiendo en las principales galerías bogotanas: Arte Moderno, Belarca, El Callejón, Independencia, La Rebeca, Centro Colombo Americano y en la Biblioteca Luis Ángel Arango.
También se mantuvo su asistencia a bienales latinoamericanas y la obtención de galardones, como el Gran Premio Latinoamericano Francisco Matarazzo Corintio de la IX Bienal de São Paulo, por su Ícaro calcinado. Sus retrospectivas más memorables fueron la del Center for Inter-American Relations de Nueva York, de abril de 1970, y la de 1991 en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, que reunió cinco décadas de su vida artística y fue también su última exposición en vida. De ella se recuerdan algunos apuntes: cuando se estaba montando la muestra, el curador Eduardo Serrano, por una imprudencia, tuvo que aguantar un regaño fuerte del maestro, que terminó con la exclamación: "¡Artista mata a crítico de arte!". Más adelante, durante la inauguración, Obregón dijo: "¡Me impresiona ver cuadros que no recuerdo haber pintado!".

En 1972 incorporó como temática su antigua pasión por la aviación con una serie de obras sobre navegación aérea realizadas en Holanda para la compañía aérea KLM. De todas formas, en su serie de Ícaros, Obregón expresó, mediante el simbólico personaje, así como en sus cuadros en homenaje a Saint-Exupéry, su deseo de volar.
Durante la década de los ochenta tomó como propia la temática ecológica, muy especialmente el tema de la Isla Salamanca, donde los mangles agonizaron y murieron por falta de oxígeno; pintó, por ejemplo, una salamandra con chancros y dijo que su majestuoso cóndor, de 1971, sólo sería "un animal inmundo y pustuloso por obra del detritus de la contaminación".
En 1984 fue el artista de la paz: pintó palomas en una campaña del país contra la violencia; sin embargo, el secuestro del ganadero Abraham Domínguez casi hizo fracasar la campaña, pues Obregón amenazó con no pintar su paloma si no liberaban a su amigo. De este período quedan dos grandes murales: Dos mares, tres cordilleras (1986), en el Salón Elíptico del Capitolio Nacional, y Amanecer en los Andes (1983), en la Sede de las Naciones Unidas, en Nueva York.
Obregón murió el 11 de abril de 1992, víctima de un tumor cerebral que afectó seriamente su vista y que lo obligó a viajar a finales de febrero de ese año, por última vez, a los Estados Unidos para someterse a un tratamiento. Falleció en Cartagena pero fue sepultado en Barranquilla. En noviembre de 1992, la galería El Museo organizó un homenaje a la memoria del maestro en que se incluyó una pequeña retrospectiva y en la que participaron algunos grandes pintores latinoamericanos: José Luis Cuevas, Fernando de Szyslo, Armando Morales, Teresa Cuéllar, Manuel Hernández y María Paz Jaramillo, quienes mostraron, en su lenguaje, qué significó Obregón en su vida y en su obra. El más conmovedor de los homenajes tributados a Obregón fue el del mexicano José Luis Cuevas, que pintó con cuatro pinceles que llevaban aún la huella del trabajo de Alejandro Obregón.


"Pero lo divertido era que le temía a la conversación como si fuera una disipación en la que corría el riesgo de perder sus fuerzas", dice Baudelaire sobre Delacroix. El mutismo de Alejando Obregón, sobre todo en lo que hace a la pintura y a su pintura, es ya tópico y habría podido llevar al desespero a quienes por cualquier razón -menester profesional, pura curiosidad (si es que ésta se diera sin ninguna contaminación de desvergüenza en diversos grados)- han tratado de conseguir una "traducción" a lenguaje verbal del lenguaje otro en que Obregón campea. Menos mal que él dispone de un small talk para esos efectos, y que deja la ilusión de haber escuchado algo de su boca, como lo demuestran las abundantísimas entrevistas publicadas y que él concede con invariable magnanimidad, con una irónica pero a veces visible complacencia. ("Hoy no vamos a charlar, ¿verdad? O muy poquito, muy poquito. Y luego charlaba durante tres horas", sigue diciendo Baudelaire de Delacroix, pero la continuación del cuento ya no viene al caso).
El laconismo de los pintores es una leyenda no revisada, sobre todo en lo que concierne a los del siglo XX. Entre la mudez de Cézanne y la garrullería chillona de Dalí caben muchas posibilidades, desde la volubilidad en privado (más o menos) de Picasso hasta las teorizaciones y las revelaciones -íntimas- de un Klee, desde el incansable Warhol hasta las sentenciosas, gnómicas expresiones de un Pollock o un Stella.
Los pintores colombianos -al menos hasta los de la generación de Obregón- han sido en general silenciosos. Obregón no es en este aspecto excepcional; pero hay algunas circunstancias que acentúan, que agravan, por así decirlo, su silencio.
Sus antecesores, los que se proclamaban con diferentes matices seguidores de la escuela muralista mexicana, estaban encapullados en una ideología o en una estética) repetida y magnificada copiosamente por publicistas de todas las categorías. Pertenecían a una escuela, a una tendencia; estaban -hono-rablemente- fichados. Después las cosas se han ido complicado e incluso, para ciertos observadores autorizados, ismos, de sub-ismos, de cuasi-ismos que, importados de las capitales de la creación y del comercio artístico, se han arraigado en el mundo del arte colombiano o por él han circulado sin dejar huella -como el utilero que atraviesa el escenario durante un intermedio- constituye una peripecia complicada e incluso para ciertos observadores autorizados, interesantes también, y hasta rica.
De toda esta copiosa nomenclatura se ha escapado -et pour cause- la pintura de Alejandro Obregón. A veces alguien lo nombra (pero sin convicción excesiva) de neoexpresionista, por ejemplo; alguien habla de arte burgués, pero el epíteto o el denuesto caen en el vacío, ya que por hoy la de burgués es una categoría inexistente en el mercado, una intromisión sin relevancia, algo que ni quita ni da cartel. Con cierto esfuerzo es probable que algún crítico logrará embutirla dentro de cualquier casilla, pero tal empresa sería una vana pirueta nominativa, pues la verdad es que los cuadros de Obregón se muestran rebeldes a las categorizaciones. No por una total e imposible originalidad; sino porque en efecto son productos de una personalidad reticente en extremo, de una concepción del oficio, o del arte, marcada por la cautela en el empleo de signos y de significaciones, por un lenguaje cuya mayor vehemencia consiste, quizás aposta, en una forma de mudez.
Ramírez Villamizar, Negret, Botero, Grau son también artistas discretísimos. Pero, en los dos primeros, la configuración de la obra los sitúa, sin mayor necesidad de palabras, en grandes y decisivas corrientes del arte contemporáneo. Y la figuración, en los otros dos, es ya de por sí sola un conato de diálogo con unas tradiciones y con la cotidianidad de un país; hay en Botero, a todas luces (y no es en modo alguno que en eso consista ni a eso se reduzca la valía de su pintura) una reflexión de índole histórica y sociológica; como también algo de sociologismo, así como reiteradas pesquisas sobre la dimensión sexual, tanto en lo que se refiere a la "ontología" como al comportamiento, en las suntuosas, charras, burlonas figuraciones de Enrique Grau. Ese tipo de claves que sirven al artista para situarse, simpática o antitéticamente, frente a su contempora-neidad son las que se echan de menos en Obregón. Si no es de-masiado arduo establecer una lista completa de sus signos -del cóndor a la mojarra, del volcán a la ola, del Icaro a las Anunciaciones-  al hacer el balance resulta que se trata de convenciones eminentemente privadas. No hay referencias a la memoria o a la experiencia colectiva; la colombianidad del cóndor es una fantasía retórica (¿quién ha visto un cóndor, especie por definición inaccesible y, por desdicha, en peligro de extinción?) Otro tanto de la distancia entre la atufada piel grasosa de la mojarra, sus espinas tediosas e infinitas, su menudez en el plato, y los pulcros esqueletos de los cuadros de Obregón, que bien pudieran ser de sierra, de merlín o hasta de un impensado cachalote.
Una muestra adicional de la reticencia, o del pudor, obregoniano consiste en el fastidio con que se enfrenta a la figura humana. Hay de sus primeros años, de su muy primera juventud, algunos retratos notables; está el posterior y excepcional "Caballero Mateo" (la incompleta, tentativa humanidad de un niño); hay el reciente autorretrato a guisa de Blas de Lezo, sarcásticamente refutado por la caverna ignominiosa del ojo ausente. Y, esporádicamente, pero con la recurrencia que hay en toda su obra, figuras de mujer. Esquematizadas, impersonales, carentes de sexo (y de sensualidad, por consiguiente): los pezones sumarios o las negras, castas pinceladas en el pubis son tan desapasionados como las indicaciones que distinguen los sanitarios de damas y de caballeros. La sumaria alusión a la corporeidad excluye de ella lo carnal: tan esquivas, tan misteriosas como los cóndores, esas figuras de mujer son, acaso igual a las de las aves, versiones diluidas hasta el infinito de unos recuerdos o de un sueño. Quizás lo más explícitamente carnal, lo más afligentemente sensual de las figuras de Obregón sea el memorable vientre desgarrado de la "Violencia"; pero, ¿acaso esa curva no muestra más bien que la de una mujer la piel de una colina?
El enredo, las complicaciones, derivan de lo siguiente. En primer lugar, de que Obregón pese a todo, sí pinta imágenes en cierto modo análogas a las de un cóndor, una muchacha o un volcán. Es decir, que sus reatos, personales o estéticos, no lo han llevado a la que pareciera ser la conclusión lógica, o sea, alguna forma de la abstracción. En segundo término, de que, contrariamente a una opinión muy difundida pero mal analizada, Obregón es en primer término un pintor para pintores y su obra una obra para críticos, no para amateurs. La siempre propuesta, siempre rectificada, siempre resucitada nouvelle critique (un eterno postulado casi ético, que en manera alguna debe ser confundida con la actual nouvelle critique, ni con ninguna de las anteriores) debería, idealmente, y así fuera sólo para unos pocos, esclarecer y sistematizar conceptualmente el mundo de Obregón.
Aun así, subsistiría un enigma cuya dilucidación quedaría, en rigor, por fuera de la precisión formal sobre el "texto" pictórico, sobre el territorio del cuadro. Y ese acertijo se refiere a la evidente magia que, para los públicos más diversos, emana de la obra obregoniana, y que hace de esta un código cuyas claves presumiblemente son intuidas por toda suerte de espectadores, y que han hecho de Obregón un pintor casi popular. ¿Por cuáles vericuetos transcurre ese mensaje, qué senderos recorre la construcción pictórica evidentemente no fácil, evidentemente no "popular" (aquí se imponen las comillas) para suscitar una adhesión de intensidad semejante -cualquiera sea su contenido- entre personas de tan diversa raigambre intelectual, de tan distintas aficiones, de tan variada implantación en la vida? ¿Cómo es o cómo ha llegado a ser Obregón un pintor nacional -si no el pintor nacional- y lo haya logrado ser ya por lo menos para tres generaciones de sus compatriotas?
La respuesta -la solución real, si es que ésta es factible en este momento de la reflexión cultural- implica con certeza una serie de precisiones muy arduas sobre lo que es el país en esta coyuntura de su historia, sobre la comunicación de la experiencia estética; sobre el nivel del gusto (su permanencia, sus constantes, sus mutabilidades) en un momento determinado. Y también a estas aspiraciones de alcance científico y de precaria metodología cabe añadir el interrogante adicional sobre qué es, o quién es, Alejandro Obregón.
Aquí se vislumbra el callejón sin salida, pues ya se ha anotado que la impermeabilidad o la opacidad del individuo Obregón es, como forzosamente tenía que serlo, idéntica a la de su pintura. Sin embargo... Algo del hombre trasparece en la obra, así sean las propias perplejidades, las vetas del silencio.
Volvamos, no por partidismo sino por ignorancia, a la vieja crítica. "Pocos son los hombres dotados de la facultad de ver", decía Baudelaire; el artista es el hombre que ve ("ver el mundo, estar en el centro del mundo y mantenerse oculto ante el mundo"); medio siglo largo después Proust extraía el corolario: el hombre que ve es el hombre que enseña a ver ("el solo viaje verdadero, la sola fuente de juventud (es) tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que ve cada uno de ellos, que cada uno de ellos es; y eso es lo que podemos con un Elstir..."; y otro medio siglo (largo) después de Proust repiten esas cosas a su modo el inglés Adrian Stokes, cuando habla del "proceso incantatario" que nos compele a identificar sucesos y ambientes "enteramente ajenos a nosotros", o el norteamericano Harold Rosenberg, en un ensayo sobre Matisse cuya conclusión se acerca mejor al problema que se trata de identificar al tratar de la pintura de Obregón: "Como los de otros siglos, nuestros secretos públicos están encarnados en iconos. Lo cual no significa que se haya captado su sentido. Tan sólo que la imagen se acepta como una cosa dada, y que ya no se plantean preguntas referentes a su presencia".
Todas las citas anteriores se aplican a cualquier pintor importante, e incluso a cualquier pintor de cierta notabilidad. (En Proust, la figura de Elstir, como representación de la creatividad plástica, está opacada por la de pintores de otras épocas, e incluso por meros aficionados: el arte existe primordialmente para los observadores, para el narrador de la novela, para Charles Swann, conocedor más o menos erudito, para Bergotte el escritor, cuya visión del mundo y de su propia vida culmina tan inolvidablemente ante el amarillo de un trocito de pared en un cuadro de Vermeer: "Así es como yo hubiera debido escribir"). Son válidas para Obregón porque en su obra hay dos peculiaridades importantes: la repetición de las imágenes -de los "iconos"-  y su mutabilidad.
Los cuadros de Obregón -sus creaciones más meditadas, más elegantes, más plenas-  tienen algo de inconcluso. Hasta hay elementos muy obvios en su caligrafía, como el ostentoso brochazo perpendicular o diagonal, que son como un requerimiento a ver la obra en estado de provisionalidad, a tomar por inacabada la superficie donde siempre parece faltar un fragmento decisivo del mensaje, como si en el artista existiera esa displicencia (acaso imaginaria) que Ortega y Gasset le atribuían a Velásquez (la desgana fusionada con la altanería). Por esa razón, Obregón retorna impunemente sobre elementos que parecían haber quedado abandonados en su trayectoria: recoge temas, reconstruye alusiones, excava maneras que nunca se fijaron en una "época" determinada sino que vuelven de golpe a resurgir, como si fuera necesario al artista, frente a su sujeto, insistir, si no en el agotamiento, al menos en la sucesión y la modulación de las metamorfosis. Por eso algunas acerbias de la critica, y algunos gruñidos de los admiradores: la obra de Obregón se desenvuelve en espiral, y por eso también algunas veces se le tiende a aplicar el juicio negativo e irreverente de Roland Barthes sobre "el retorno como Farsa": "En el trayecto de la espiral todas las cosa regresan, pero en otro sitio superior: se trata entonces de retorno de la diferencia, del recorrido de la metáfora: de la ficción. La Farsa, a su vez, regresa más abajo: es una metáfora agachada, marchita y caída (desparada)" (qui débande).
Obregón repite y cambia, y rara vez, si alguna, sus metáforas han seguido la espiral descendente. Pero esa mutabilidad de los signos que hace que su pintura se presente como una única obra continuada y jamás conclusa, como si fuera suyo el reino de las variaciones, de las glosas, de los comentarios: con el resultado de que, literalmente, está pendiente de un hilo el admirador de su pintura, pues siempre confronta la posibilidad de que el lienzo consumado no haya sido sino una entre tantas tentativas, y de que su presencia en la imaginación -la icantación de sus iconos- sea una noción problemática y discutible, ya que toda gran obra de las que Obregón produce deja siempre abierta la posibilidad de que el signo se revoque o se deforme hasta la negación, de que el espacio más o menos neutro de la más reciente magnificencia contenga ya potencialmente prolongaciones que habrán de darle otro sentido a las aves, a los peces, a las mujeres verdes y amarillas, a los rostros escuetos de blanco, negro y rojo.
Por eso, y por la extrema discreción de las representaciones -tan económicas, tan esquivas- resulta tan ejemplar y tan curioso el imperio de Obregón sobre la sensibilidad artística tanto individual como colectiva (nacional). Pues él obliga, o trata de obligar, a que en ninguna de sus obras se hallen esa plenitud y esa beatitud que se suponen ser la marca de una experiencia estética. Siempre queda visible el elemento de lo combativo y de lo transitorio: la pugnacidad del artista con sus telas, sus pinceles, sus colores, sus mitos, la agresividad de la tela cuya inconclusión se refiere, para el espectador, a una serie de querellas incógnitas, a un descontento furioso, aunque contenido, con las continuas mutaciones de una materia rebelde, en la que caben todas las formas de la inquietud, toda la dinámica de una obra sucesiva, pero jamás el reposo puro de lo logrado, de lo acabado y lo perfecto.
Y esa, en últimas, es la gran paradoja de Obregón: su imaginería ha ido penetrando firmemente entre un público pero éste, al mismo tiempo, se reconoce y se desconoce en la sucesión de una obra irreductible todavía a la función icónica propiamente dicha. En otros términos, no existe el cóndor de Obregón, existen sus variaciones, sus posibilidades, su imprevista y rapaz reaparición. Obregón no entrega la clave o las claves de su pintura en la obra pulida y definitiva; tiene siempre presente (y no pocas veces ejerce) el derecho al retorno, a apoyarse en el pasado para establecer una curva nueva en el ascenso de la espiral. De esa rumiación íntima no les quedan a los observadores sino los vestigios que las obras entregan; nadie sospecha la reflexión, la aplicada inteligencia cuyos caminos permanecen incógnitos: senderos selváticos, ignotas rutas en la mar. El proceso es indescifrable; y su resultado -el cuadro- preserva todos los enigmas en el engañoso esquematismo de la imagen. Obliga a rastrear y a inquirir sin que ni el hombre ni la obra den pistas para reconstruir los vericuetos del camino: "caballero solo", como en el poema de Neruda, muestra apenas algunos elementos de la fauna y la flora de "ese gran bosque respiratorio y enredado" que constituye su inaccesible morada. Ha ido transplantando, ha ido enseñando a ver, los árboles, sin permitir que se vea y se conozca el bosque del que es él el habitante solo.

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