miércoles, 3 de noviembre de 2010

LUIS CABALLERO (LA SOLEDAD EL REGRESO AL ESPIRITU PURO)

 (1943- 1995)

Nace en Bogotá. Estudia en el Gimnasio Moderno y en Madrid (España) donde visita el Museo de El Prado y hace acuarelas de paisajes y marinas desde los doce años.

Estudia Bellas Artes en la Universidad de los Andes con maestros como Antonio Roda y Marta Traba. Sus primeros cuadros son influenciados por Velásquez.

Vive en París con su familia donde es alumno de la Academia La Grande Chaumière. Hace su primera exposición en la galería Tournesol, un trabajo contemporáneo, figurativo, influenciado por Francis Bacon.
Se casa con la artista norteamericana Terry Guitar.
Es profesor de dibujo en la Universidad de los Andes y de la Jorge Tadeo Lozano. Su búsqueda en el arte adquiere un lenguaje propio derivado del pop art, con figuras estáticas, de colores planos, especies de maniquíes.
En 1968 se gana el primer premio en la I Bienal de Coltejer en Medellín con una obra monumental llamada por él “La pequeña Capilla Sixtina” y por los críticos “La cámara del amor” compuesta por dieciocho paneles que envuelven al espectador para hacerlo partícipe de la obra que hoy en día se encuentra exhibida de manera permanente en el Museo de Antioquia.

Se instala en París y en los años setenta sus cuadros toman otro rumbo: las figuras son más estilizadas y volátiles, masculinas y femeninas, que se buscan, se entrelazan, se abrazan, se rechazan en un sentimiento erótico y con alusión a los temas religiosos.
Con el ingrediente de la violencia, deriva en los ochentas en una búsqueda única del cuerpo masculino, que será lo que le interese y lo conmueva hasta el final de sus días, pasando por el clasicismo, lo académico, el manierismo y llegar casi a lo abstracto.

Más que pintor Caballero fue un dibujante. Sus grandes obras son delineadas para luego llenarlas de color y sus retratos y grabados lo demuestran.

Hizo exposiciones en Europa, en Estados Unidos y en Colombia en numerosas galerías e instituciones. Su obra está en importantes colecciones europeas y colombianas. La colección de arte del banco de la República tiene una sala dedicada exclusivamente a obras suyas de gran formato.
Se han publicado tres libros sobre su obra y varios videos.


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 En 1990, cuando pintaba el inmenso lienzo llamado Gran Telón (aunque no tiene título) en la Galería Garcés Velásquez de Bogotá, Luis Caballero explicó sus intenciones: “Hay que intentar
hacer una gran obra. En general el arte contemporáneo peca por falta de ambición. En plástica hacer una gran obra es crear una imagen necesaria. Lo demás es decoración”.

Descartado, pues, lo contemporáneo (entre otras razones por su firme convicción figurativa, tan fuera de la moda), Luis Caballero sólo podía encontrar terreno firme para su propia evolución en el Renacimiento. Pero lo tomó, por decirlo así, por el final, por los coletazos decadentes del manierismo: el Rosso Fiorentino, el Pontormo, el Parmigianino. En parte, sin duda, porque en ellos encontraba ecos y correspondencias de su propio temperamento; pero siguiendo su inclinación “en bajada” en vez de hacerlo “en subida”, como recomendaba André Gide. Siguiendo su inclinación, su tendencia, a la facilidad: al placer autocomplaciente de la pericia técnica, de índole sensual, olvidando que el arte es ante todo, como observó Leonardo, cosa mentale: asunto del entendimiento, y no de la mano ni del ojo. Pues el manierismo tiene siempre algo de masturbatorio aunque venga de seguir la maniera de otro: algo de autosatisfacción autosuficiente, de copia de sí mismo. La época manierista de Caballero, que dura hasta finales de los años ochenta, es la de sus amplias composiciones teatrales y declamatorias, sobrecargadas, retóricas en suma. Pintura narrativa, literaria. Y fácil, o facilona, dentro de su asombrosa complejidad y refinamiento técnicos. No es una sola etapa, son varias sucesivas, pues su evolución pictórica está hecha, como él mismo lo dice, de “distintas maneras que eran sólo caminos”. Caminos sin salida, con los necesarios recomienzos. Es la época (o las épocas) en que se copia a sí mismo. No sólo porque “pinte siempre el mismo cuadro”, como reconoció alguna vez (cosa que, por otra parte, hacen casi todos los pintores: casi todos los artistas). Sino porque repite fórmulas mecánicas ya sabidas por él, descubiertas, conocidas y dominadas. No crea, sino que imita. Y en la imitación y la repetición, se amanera. No es malo lo que hace, ni mucho menos: pero no es, para usar su propia definición, necesario. Y lo que no es necesario es simplemente decoración.

En 1990 pinta el Gran Telón al que vengo refiriéndome desde el principio, y lo
presenta en el breve texto del que he citado ya algunas frases. Ese lienzo inmenso consagra el afianzamiento de su pintura, que ha venido afirmándose en los dos o tres años anteriores por el abandono paulatino de los excesos gesticulatorios y del predominio de lo anecdótico. Cito nuevamente: “Si el gran tamaño condiciona la forma, el tema, el color o la ausencia del color, la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva hace que la realice en blanco y negro, es decir, dibujada y no pintada. El dibujo permite ser menos realista y a la vez más real, más directo, y a la vez más simbólico porque el dibujo es ya en sí una abstracción”.


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El tamaño importa, desde luego. Y el uso del gran formato no es nuevo en la pintura de Caballero, desde los polípticos de los años sesenta. Pero la grandeza, la monumentalidad, no está en el tamaño sino –volvemos a lo mismo– en la intención. No es grande la Estatua de la Libertad de Bartholdi en el puerto de Nueva York, aunque su sola narizota duplique la estatura de un hombre; ni es grande, aunque sea enorme, el único pie que queda de la estatua colosal de Constantino, arrimado a una pared romana. Es grande en cambio, en su concepción y en la conmoción que produce en quien lo mira, el Cristo yacente de Mantegna de la pinacoteca de Brera, que no pasa de tres palmos de alto. Hay miniaturistas que hacen cosas de gran tamaño que siguen siendo miniaturas ampliadas: Miró, por ejemplo. El Perseo de Benvenuto Cellini, que tiene el doble del tamaño natural, sigue siendo una figurita de orfebre. La monumentalidad está en el cuajo, en el peso de presencia, que tienen las obras hechas. Para utilizar un término tomado de la tauromaquia, la monumentalidad está en el trapío. No es el volumen ni el peso que pueda tener el toro bravo: el trapío es la condensación de poderío interior que se hace visible en su presentación. Los vaqueros de las ganaderías dicen entonces que el toro tiene “cara de hombre”. 

Caballero explica que escoge el dibujo sobre la pintura condicionado por “la dificultad de realizar una imagen global que siga siendo sugestiva”. Pero lo que sucede es más bien que el dibujo se ha convertido en pintura: no necesita más. Es el dibujo pictórico hecho directamente sobre el lienzo con la
brocha, sin preparación ni preámbulo, como el del último Tiziano, que ya no dibuja. La imagen se traslada directamente al lienzo, ahora sí puramente mental, como quería Leonardo. “El dibujo es en sí mismo una abstracción”, dice Caballero para explicar la potencia de ese dibujo desembarazado de lo superfluo, que es paradójicamente la línea. “No hay líneas en la naturaleza”, dijo creo–Goya, que trazó tantas. Es un dibujo ya sin trazo, compuesto de masas, de volúmenes, de luces. Ni siquiera brochazos, sino restregones de pigmento, como borrones hechos con el codo: un dibujo tan internalizado que ni siquiera se nota su presencia. Y así seguirá siendo hasta cuando ya literalmente no podía hacerlo: esos dibujos –dibujitos– del año 92, hechos con la voluntad, y no con la mano. Y cuyas reducidas proporciones medio pliego no le restan un ápice a su tamaño heroico, que es mayor que el tamaño natural. 
Hablo del dominio de la técnica, pero ésta es sólo la
herramienta. De la forma salta a la vista también que ha desaparecido la anécdota. No hay narración ya. Caballero ya no pretende contar nada ni representar nada (dice, en el breve texto tantas veces citado, que “no se trata de representar la idea o la imagen sino de convertirla en una realidad pictórica”). Ni en el Gran Telón, ni en la abundante producción que lo acompaña y lo sigue, queda nada de la literatura que impregnaba y subtendía sus etapas manieristas y, digamos, helenísticas (laocoónticas), melodramáticas y sobreimpostadas: esas escenas de teatro sembradas de cadáveres, esas construcciones serpentinas de cuerpos inextricablemente retorcidos y entrelazados como pulpos. No cuentan ya nada esos torsos hechos de emborronaduras de sombra y luz, esos brazos inconclusos, esos fragmentos de pierna o de espalda dibujados al óleo o al carbón. Son pintura pura, suspendida de un garfio como el Buey desollado de Rembrandt. Lo contrario de la decoración. Pintura que tiene la severidad y la serenidad de lo clásico, y lo que inspira a ambas, que es la necesidad. 


La apariencia de la pintura de Luis Caballero es de facilidad. Pero no pudo ser fácil llegar ahí, a ese despojamiento de lo superfluo, porque en su tiempo la necesidad de lo clásico no era ni mucho menos evidente, y tal vez ni siquiera posible. La obra de arte, cuando su propósito no es el meramente decorativo, encarna, corporeiza, hace sensible (visible), concretiza todo un
sistema de pensamiento: una retórica y una metafísica, una forma y un sentido de la inmanencia. Y ese sistema descansa sobre su época. Aunque no lo quisiera ni le gustara, Caballero era contemporáneo a palos, en el sentido del consejo daliniano que mencioné más arriba: nadie escapa a su tiempo. El clasicismo se funda sobre un humanismo, y éste es el que falta en el siglo XX, un siglo que no aspira al ideal del hombre completo, para el que el hombre no es un fin sino un instrumento. Caballero no podía escapar a esa mutilación espiritual propia de su época. Su “imagen necesaria” –para citar otras líneas de su texto de 1990– era el cuerpo del hombre: “La belleza del cuerpo del hombre, la tensión entre los cuerpos, su relación de deseo o de rechazo, su necesidad de unión”. Pero el cuerpo del hombre no forma la totalidad humana: el Cristo juez triunfal del Juicio final de la Sixtina, para volver a Miguel Ángel, o el Adán pluscuamperfecto de la Creación del hombre. Sino apenas su envoltura carnal: en la misma Sixtina, la piel vacía del autorretrato del artista colgada como un trapo.

La empresa que se había impuesto Luis Caballero era por eso mismo más ambiciosa aun de lo que puede parecer: partía del vacío. Era un clásico de espíritu y de convicción sin el sustento de una época clásica: tenía, pues, que edificar en el aire. Al pie de la letra, tenía que crear ex nihilo, de la nada. Crear desde la soledad. Y no hay soledad mayor que la de un artista. Sólo puede sobrepasarla la del artista que no pertenece a su época. No tuvo tiempo para consolidar ese arte brotado de sí mismo que finalmente había empezado a desarrollar, ya con la seguridad de haber dejado el camino, los caminos en que se había perdido: los caminos de la perdición. Luis Caballero dejó de pintar a los cincuenta años, que es cuando los pintores empiezan a ser buenos. De las virtudes que señalé al principio la ambición, el talento, el trabajo y la suerte– lo abandonó la suerte.


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